Me acompañan en el camino:

martes, 20 de diciembre de 2022

Un paseo en el tiempo



















Hacía tiempo ya que no paseaba por la alameda cuando impelidos por un deseo irresistible, mis pasos, lentamente, se han dirigido hasta un viejo álamo. He acariciado su tronco y allí, aunque algo deformado por el paso del tiempo, permanecía un corazón grabado junto a una fecha y dos iniciales. He cerrado los ojos, y la memoria, juguetona, me ha abierto una ventana por donde se ha colado la nostalgia que, traviesa, me ha hecho regresar los pasos por los suburbios del pasado hasta encontrar trabada entre los dedos del tiempo tu sonrisa.

Todo debió ocurrir en el sereno anochecer de un sábado cualquiera, de aquel caluroso verano de 1965, tras el obligado baño con los amigos en el remanso que el río formaba en los arenales y la inevitable tertulia sobre la realidad que nos rodeaba.

Por aquel entonces la televisión había comenzado a emitir imágenes de lo terriblemente brutal que era la guerra de Vietnam. Los Estados Unidos no contentos con la guerra fría a la que habían abocado al mundo, calentaban la guerra particular que habían emprendido contra el comunismo y sus B-52 sembraban Vietnam de bombas de Napalm y de millones de litros de defoliantes como el conocido Agente Naranja, cuyos efectos superaban con mucho todo lo visto anteriormente en películas.

Y en España los jóvenes, que afortunadamente no habíamos conocido guerra alguna, ni siquiera la sangrienta guerra civil de nuestros padres (salvo por la obligada versión oficial con la que se nos bombardeaba la conciencia continuamente y alguna que otra confesión arrancada al miedo en el ambiente más íntimo y familiar y que era totalmente contraria a la oficialista), tras visualizar la terribles imágenes que nos llegaban, soñábamos con hacer posible lo imposible, desnudar de su halo de inalcanzable a la utopía y comenzábamos a ser conscientes de lo incongruente, sangrienta, destructiva y brutal que es una guerra.

Pero por aquel entonces teníamos prácticamente recién estrenada nuestra adolescencia y nuestras hormonas andaban aún más revueltas que Vietnam, con lo que, aparte de un tímido inicio de compromiso social y de un todavía incipiente pacifismo, el meridiano de nuestra inquietud más inmediata no pasaba por Vietnam, que nos quedaba demasiado lejos, sino que puedo afirmar sin temor a equivocarme que nuestro presente más cercano, tal vez como un intento por afirmar nuestro propio yo o tal vez debido al puritanismo religioso que imponía el todopoderoso clero en el régimen fascista que padecíamos, se resumía en la búsqueda de nuevas experiencias personales, con lo que caminábamos más por los agradables senderos de las relaciones amistosas, amorosas y sexuales, que por los de una auténtica revolución social, lo que afortunadamente acontecería tres años más tarde.

Así que nuestra mochila iba repleta de fantasía por desvelar lo prohibido con un agujero por donde se nos colaban los amores platónicos y un altar donde ponerle velas a Venus y despertar al placer del pecado entre la suavidad de unos pechos y unos muslos femeninos.

Y así ocurrió aquella tarde cuando el destino, en forma de Cupido juguetón, repartió las cartas y a mí me tocó la reina de corazones.

El sol, vencido por el avance del ocaso, perfectamente enmarcado al final del camino se desangraba por el horizonte, cuando todavía algo húmedos, pero pletóricos y alegres, regresábamos del río. Íbamos todos los amigos en grupo, pero no logro recordar si lo que ocurrió poco después fue de una forma consciente o si por el contrario fue totalmente inconsciente.

La brisa cálida del atardecer jugaba a buscar acomodo entre tus lacios y todavía algo húmedos cabellos, mientras nuestras manos, como atraídas por ocultos imanes, se iban rozando mientras caminábamos por el paseo de la alameda y su algarabía de pájaros. Nos habíamos conocido el día anterior y charlábamos de algo que no recuerdo, pero que posiblemente hiciera que poco a poco nuestros pasos se fueran acortando hasta quedarnos algo rezagados de los demás, y nuestras miradas se fueran buscando. Cómo brillaba el malva de tus ojos en esa típica hora en que la luz comienza a derramarse a dos colores. Casi sin darnos cuenta nos habíamos detenido junto a uno de los álamos y allí, con tu espalda apoyada en el tronco del árbol (el mismo árbol donde días después grabé un corazón, dos iniciales y una fecha) mis brazos te atrajeron y nos fundimos en un cálido beso.

Los corazones galopaban como queriendo escaparse del pecho y un rubor que competía en hermosura con el imponente ocaso acudió a tus mejillas y creo que en ese instante te amé.

Una hora después, a la luz mortecina de un par de velas que los amigos habíamos situado estratégicamente al lado del tocadiscos con el pretexto de poder ver a la hora de seleccionar las canciones y pincharlas sin rayar los vinilos, pero con la idea real de que alumbraran lo menos posible el resto de la habitación, nuestros sueños se abrazaban mientras danzaban, sin moverse apenas del límite de una baldosa, I’ve been loving you too long, que la voz profundamente dolorida y rota de Otis Redding mecía dulcemente.

Mis manos, inquietas, dibujaban mariposas sobre tu espalda, y las tuyas jugaban con mis cabellos, en la nuca, a fabricarse sortijas para tus suaves dedos. La respiración agitada excitaba los oídos y los labios iniciaban temblorosos el dulce amago de un beso en tu cuello. Borracho de tu aroma cálido de mujer el olfato excitaba los demás sentidos. Galopaban al unísono los corazones y tus enhiestos pezones se clavaban en mi pecho. Los sexos se buscaban intentando traspasar la barrera de la ropa. Nuestra timidez adolescente hacía que escondiéramos furtivamente la mirada hasta que, por un breve instante, el sonido se detuvo anunciándonos el final de la canción. Pretendían las caricias prolongar el tiempo y el silencio extendía sus notas espesas, rotas apenas por el tenue clic de la aguja sobre el vinilo y el ronroneo de su retorno a la posición de reposo, por el roce de las manos sobre los cuerpos y los leves arrullos de las respiraciones nasales agitadas, mientras que en nuestro labio a labio del cálido y húmedo beso, las lenguas jugaban a explorarse mutuamente.

Irremediablemente, ocurrió lo inevitable. Alguien puso otro vinilo en el tocadiscos y Enrique Guzmán con los Teen Tops comenzó a desgranar, a ritmo de twist, su Popotitos, rompiendo el dulce encanto del momento. Tú intentabas disimular tu sonrojo y aparecer indiferente a lo ocurrido hurtando tu mirada a mi mirada, mientras yo me esforzaba en recomponer mi compostura. ¡Ah! Cómo añoro aquellos tiempos, donde la recién estrenada sexualidad adolescente comenzaba su andadura por las veredas del erotismo, camuflándose de danza, en aquellos traviesos guateques…

Días después, la vida bifurcó nuestros caminos poniendo distancia entre nuestros latidos que se fueron apagando poco a poco hasta sucumbir en el silencio y supongo que las hormonas como la aguja del tocadiscos harían un click y cambiarían de canción. Durante algún tiempo la vida continuó siendo un eterno guateque y mis brazos rodearon otras cinturas, pero a mí, igual que al árbol de nuestro beso, me quedará siempre tu recuerdo.

Una algarabía de pájaros me anuncia que se agota la tarde y, apenas a unos metros de mí, una pareja de jóvenes adolescentes se ha detenido y se han fundido en un tierno beso. La vida sigue.

© Antonio Urdiales ~ Marzo 2009

domingo, 30 de enero de 2011




Aunque a mi me parece como si aún fuera ayer ha llovido mucho desde entonces, pero la nostalgia, como una manada de perros hambrientos, husmea sin piedad por la memoria persiguiendo, ávida de historias, recónditos fantasmas del pasado.

¡Cómo recuerdo aquel día en que la conocí! Agosto consumía su sinfonía de sol y moscas y yo, aunque todavía no lo sabía, mis días de aventuras veraniegas en el pueblo de mis abuelos maternos.

Apenas tenía recién cumplidos los once años de edad cuando Soledad y yo emprendimos el camino de regreso hacia el pueblo, que al contraluz del cárdeno del ocaso resaltaba la blancura de sus casas enjalbegadas. Soledad -abrazada a mi angustia-, y yo -extasiado en su silencio- regresábamos urgidos. Se nos había hecho tarde de tanto sentirnos desnudos en la complicidad del silencio. El débil eco de nuestros pasos, apenas amortiguados por la desgastada goma del piso de las sandalias, resonaba sobre el pulido empedrado de las calles estrechas, que ascendían, como intentado robarle metros al cielo, hasta la plaza donde, desde su privilegiada atalaya, permanecía vigilante la familia de cigüeñas que todos los años anidaba en la torre de la iglesia.

La respiración agitada hacía que los insistentes latidos del corazón en el pecho retumbaran con ecos graves de tambores sombríos. A esa hora, apenas si quedaban unos pocos vencejos juguetones arañando el aire con sus rápidos y acrobáticos vuelos, y las calles, vacías ya de los corrillos de mujeres que cada tarde salían a coser agrupadas a la sombra en verano y al sol en invierno, comenzaban a preñarse de ese olor a leña de encina recién prendida que, día tras día, con el primer bostezo de la mañana y con el último suspiro de la tarde, vomitaban las chimeneas humeantes. Era la hora mágica, esa hora en que la luz se derrama a dos colores, y en la que las calles, todavía huérfanas del amarillento y débil sol artificial de las bombillas -de aquellas bombillas con sombrero blanco de porcelana, a las que había declarado la guerra la puntería de mi tirachinas-, se iban tiñendo del malva naciente del ocaso. Ese mismo día mi abuelo materno, según las tiernas palabras de mi tía Régula, abrazado al primer rayo de sol de la mañana se había ido al cielo para estar sentado a la derecha de Dios, quien lo había llamado porque lo necesitaba a su lado con urgencia. Inmediatamente, supe que aquello que me decía mi tía no era cierto, que a mi abuelo le había llegado su hora y se había muerto sin más, como le pasó al abuelo de mi amigo Agustín, el hijo del panadero, porque mi abuelo no era capaz de ir ni tan siquiera al estanco, para comprar su adorado cuarterón de tabaco picado y su librillo de papel de liar, sin llevarme con él. Pero cuándo todo el mundo decía que todos aquellos que se mueren se iban con dios porque él los había llamado para disfrutar de su compañía, todo el mundo tendría razón, y asumí que, ese dios todopoderoso que me habían enseñado a temer, me había robado a mi abuelo sin siquiera darle el tiempo suficiente para darme un beso de despedida, y algo en mi se rebeló desde ese día. Desde entonces, nunca he querido volver a saber nada de ese dios egoísta que nos robaba a los seres más queridos para tenerlos allí sentados a su vera. Tras recibir la noticia por boca de mi tía Régula -que aunque dicha de una forma dulce y cariñosa, llevaba implícita el dramatismo que involuntariamente le ponía la tristeza del momento y el tono grave y aguardentoso de su voz rota-, uno de aquellos mareos –que por aquella época padecía de vez en cuando, pero que luego desaparecerían con la adolescencia para no volver más- me sumió en la oscuridad de un pozo profundo con un agujero negro interminable que, a medida que iba descendiendo, parecía querer absorber todos mis sentidos. Todo comenzó a girar a mi alrededor vertiginosamente; las piernas se me doblaron y, por un instante, tuve la sensación de que me escapaba de mi cuerpo y volaba… volaba… 

Poco después, el agua fresca del pozo, aplicado con mucha delicadeza sobre mi frente con el pañuelo de mano de mi tía, me hizo abandonar el vuelo y regresar de nuevo a ras de tierra entre los brazos de mii tía Régula, que era viuda y no había tenido hijos. Es curioso, pero recuerdo que fue a ella a quien le escuché hablar de ti, Soledad, por primera vez. A ella le alegraba mucho que yo fuera a su casa y a mi me encantaba que cada vez que iba a visitarla me leyera cuentos de un viejo libro que tenía, o me contara historias de mi tío Pedro, al que no llegué a conocer porque había muerto al poco tiempo de casarse, en la guerra civil que hubo en España unos años antes de nacer yo. Según me contó mi tía, la desgracia se cebó con ellos y la explosión de un obús le arrebató a mi tío cuando defendía Madrid del asalto de las tropas rebeldes del general Franco, y ella, que lo había amado desde niña, jamás quiso volver a contraer matrimonio, a pesar de que no le habían faltado pretendientes, según solía comentarme con una sonrisa en su boca mientras entornaba una mirada picarona hacia un pasado, que sólo ella conocía. Y así debió ser, pues por aquel entonces, aunque era una mujer de 45 años y a pesar de sus facciones desafiantes, era una mujer muy atractiva, de mirada profunda, que nacía de sus enormes ojos negros como la noche, y que se lucía arropada por unas largas pestañas y enmarcada por cejas bien delineadas y no pobladas en exceso. Una mirada que, curiosamente, se ablandaba y volvía tierna cando me hablaba. Su tez curtida llevaba engastada la vida al aire libre y la caricia de mil soles. Alta y delgada, pero flexible como un junco, debía ser toda ella pura fibra, porque era habitual verla regresar al pueblo, al caer la tarde, cargando sobre su cabeza, en un equilibrio misterioso, casi mágico, ora un haz de leña que la duplicaba en tamaño, ora un saco de trigo, de garbanzos, patatas, o de aceitunas, o de cualquier otro producto que hubiera logrado, yendo, una vez había finalizado la cosecha correspondiente, “a rebusco” a las tierras de don Anselmo, que era el terrateniente de la comarca. Vestía, como casi todas las mujeres de aquella época, ropa de ese color negro ya algo pardo por el uso, con el permanente mandil sobre la falda y se recogía los negros cabellos en un moño, que ubicaba sobre la nuca y que sólo se podía ver cuando se desanudaba el pañuelo -también negro- para colocarlo y anudarlo, de nuevo, bajo la barbilla. Es curioso, pero por aquel entonces había tantas viudas en el pueblo que recuerdo haber llegado a pensar que el estado natural de la mitad de las mujeres, de aquellos años, era el de viudas. Aquella tarde, una vez me hube recuperado del mareo, mi tía me invitó a irme con mis amigos. Pero yo aquella tarde no quise estar con ellos y, aunque algo aturdido aún y sumido en un dolor profundo por la ausencia de mi abuelo, comencé a correr calles abajo hacia el lugar donde mi querido abuelo solía llevarme con ese paso suyo, tranquilo, mesurado, que él apoyaba innecesariamente en su eterna garrota. Hoy que la vida nos impone un ritmo frenético, recuerdo con nostalgia que él, al igual que los demás vecinos del pueblo, nunca tenían prisa y caminaban como si pretendieran dilatar el camino, como si supieran que siempre llegarían a tiempo para su última cita. Durante nuestros paseos diarios por las afueras del pueblo mis inagotables preguntas siempre hallaron una respuesta comprensible. Cuántas cosas me enseñó sobre el equilibrado comportamiento de la naturaleza y cuántos cuentos e historias extraordinarias compartió conmigo, mientras nos dirigíamos a su lugar predilecto. Dicho lugar, que poco a poco se fue convirtiendo en el obligado final de nuestros trayectos, era conocido en el pueblo como el Salto de los Castaños, pues se hallaba ubicado en un valle tupido de castaños milenarios, amén de los dos gigantescos que, a modo de mudos guardianes, permanecían justo en el borde de la cascada del río, como indecisos de efectuar el mortal salto, formando con sus extraordinarias copas unidas un glorioso puente vegetal, bajo el que el agua discurría, justo antes de precipitarse en una gran cascada blanca, como de tules con puntillas; en un salto suicida, que se precipitaba desde más de doce metros de altura, sin posibilidad alguna de retorno. Allí, mi abuelo me enseñó a disfrutar de la belleza del Arco Iris que producían los rayos del sol al atravesar las finas gotas de agua, que se desgajaban cristalinas de la inmensa cola de caballo tras chocar el agua con las rocas o con algunas ramas de castaños que iba encontrando en su caída, mientras me decía que, si cerraba los ojos con fuerza y ponía mucha atención, entre el rumor del agua oiría cantar a las sirenas. Un dolor de bronce de campanadas lentas coreadas por el agorero aullido morado de los perros, acompañó aquella tarde mi salida del pueblo, mientras descendía por la Curva del tío Serapio, del que se decía que tras la pérdida de sus tres hijos en la Guerra Civil (uno en el frente de Guadalajara, otro, “el maqui”, que cayó en Teruel abatido por la Guardia Civil, y el menor fusilado al amanecer en la cárcel) y tras la muerte de su esposa, que murió -se dice- que de tristeza tras las dolorosas pérdidas, harto de intentar atravesar descalzo de ilusiones y desnudo de esperanza, el amargo y árido desierto de su vida, un amanecer, se vistió de domingo, cogió la soga de sacar agua del pozo, se encaminó a la vieja y enorme encina que había a la vera de la Curva de la Herradura, en las tierras de don Anselmo, y se ahorcó. Desde entonces, las mujeres y los niños al pasar por allí aceleraban el paso y se santiguaban, y hasta le cambiaron de nombre y comenzaron a llamarla la Curva del tío Serapio. Pero yo aquel día no me santigüé, y a partir de entonces no he vuelto a hacerlo nunca más. Mis cuentas con dios y el cielo se hallaban en números rojos, y continué corriendo sin importarme alborotar la paz del polvo del camino. Un polvo dorado, mestizo de soles fogosos y blancas heladas, sembrado de huellas del paso de ovejas y de caballerías, y que a veces se montaba en el viento ardiente de la tarde para hacer espirales que intentaban ascender hacia el cielo, y de las que las beatas decían “que eran almas en pena de niños descarriados, que habían muerto sin bautizar y se habían quedado en tierra para purgar sus pecados, y que ahora intentaban escapar de sus tormentos para subir a rendirle cuentas a Dios”. Niños que, según el decir de las beatas, habían sido hijos del pecado, haciendo referencia a los concebidos en soltería o bajo adulterio, pero también -¿cómo no?- a los hijos de aquellos rojos asesinos, que habían abrazado el comunismo y quemado iglesias, y que no habían sido bautizados, renegando así de dios y su única religión, la verdadera. En mi carrera bordeé las higueras y el olivar del tío Atanasio, que por aquel entonces usábamos los chavales del pueblo como aliviadero de nuestras necesidades fisiológicas y como cazadero de gorriones, asustando a los inquietos saltamontes y enmudeciendo a las chicharras. Dejé a la derecha, los campos de trigo -por esas fechas ya dorado- de don Anselmo, que lucían salpicados del color rojo vivo de las amapolas, y de los que él se enorgullecía, porque según le oí decir un domingo al montar en su caballo tras salir de misa: “Eran como una gran bandera de la nueva España, donde el rojo de las amapolas era la sangre de los gloriosos caídos por Dios y por España, y el gualda era el dorado del trigo, símbolo del sacrificio, el trabajo y la prosperidad de los que -como él- se sacrificaban por ella”. Por un momento detuve mi carrera, para observar cómo las espigas juguetonas danzaban con el viento ardiente de la tarde, creando una especie de olas de secano, que hacían levantar el vuelo a las asustadizas perdices. Qué lejos se hallaba el trigo de sospechar que ese mismo viento, que ahora danzaba lujurioso con él, celebraría su eterno divorcio del tallo al ser venteado a golpe de sudor y bieldo, tras haber sido segado a base de hoz y de sudor, y posteriormente triturado por el eterno girar del trillo, siempre al paso monótono y cansino de las mulas, en la parva circular que se montaba en las eras del pueblo. Sudoroso, llegué hasta la orilla de la laguna cristalina que formaba el cauce del río y tras quitarme la camisa y refrescarme en la orilla, como mi abuelo me había enseñado, me vestí de nuevo y me senté en la roca que él siempre escogía para descansar. Allí, a la sombra de la copa de un castaño enorme, tras la que se hacía añicos el espejo circular del sol, me dejaba que espantando -a pesar de mi cauteloso paso- a las rápidas y coloridas libélulas, cazase ranas que intentaban esconderse con sus rápidos y enormes saltos entre el légamo que abrazaba a las junqueras y los tallos de las adelfas, mientras él confeccionaba con juncos y hojas de castaño pequeños barcos veleros, que luego me entregaba para que yo, tras pensar un deseo, los pusiera en el agua. Él decía que si el barco llegaba hasta el mar, el deseo se cumpliría. Y fue allí donde te conocí, Soledad. ¡Como lo recuerdo! Fue en ese instante en que, tras formular mi deseo más ferviente, que regresara mi abuelo a mi lado, puse en el lecho del río el rudimentario barco velero, que había confeccionado, y me quedé absorto en el ondulante viaje que había emprendido hacia donde el río se hacía noche. ¿Lo recuerdas, Soledad? Fue nuestro primer encuentro. Mudo. Sobraban por innecesarias las palabras. Yo me hallaba abstraído en mi tristeza intentando aguantar los dolorosos zarpazos que me producían los recuerdos. Era un dolor indescriptible, que aceleraba los latidos del corazón y los hacía rebotar en el pecho con ecos de angustia. Ese dolor que se lleva el aire de los pulmones, mientras el alma se disuelve en lágrimas que abrasan los pómulos. Y tú, Soledad, llegaste como un escalofrío, sigilosa, por mi espalda y te abrazaste a mí, haciéndome comprender que él ya no estaría nunca más allí, ni ocuparía su roca, ni me confeccionaría más barcos, salvo que entre tú y yo lo trajéramos mentalmente recurriendo a los recuerdos. Sí, Soledad, tú me hiciste hombre aquella tarde, al desvelarme los misterios de la vida y de la muerte, porque en eso consiste también la hombría, en comprender que la vida es sólo un sendero hacia la muerte. Cuántas veces desde entonces, Soledad, hemos sido el uno del otro. Tardé poco en comprenderte y en buscar tu abrazo. Fue mucho antes de leerte en los poetas. Tú, Soledad, me traes, junto con ese silencio tuyo aromado de nostalgia, el seco olor del trigo y de la avena; el sabor de miel de los higos maduros robados en las higueras de don Anselmo, o el amargo dulzor del zumo que formaban en la boca los jugosos frutos de las zarzamoras. Me llevas con tu pálpito desnudo, que atrasa el tiempo el relojes, al corral donde se pavoneaba orgulloso el gallo, mientras que, hacha en mano, mi abuelo partía la leña; al olor del puchero de garbanzos, ennegreciéndose al amor de la lumbre; al sabor del maíz tostado y de las castañas asadas en aquella lata redonda de sardinas, que previamente él había agujereado; a la delicia de la rebanada de pan con aceite y azúcar de la merienda y del pisto manchego de la cena, en el patio, bajo un techo de sarmientos entrecruzados, agrios y espirales pámpanos de parra, racimos de uvas y estrellas, mientras que, en el cerco de luz, que la bombilla dejaba sobre la blanca pared, la paciente salamanquesa intentaba atrapar a las pequeñas e inquietas mariposas. Sí, Soledad, cuánto tiempo ha pasado y parece que aún fuera ayer, si no fuera por ese color sepia y tenue neblina de las fotografías del recuerdo y por ese olor a rancio que me traen los campos de trigo de don Anselmo, esos que antaño doraban el paisaje de loma en loma y que ahora han desaparecido en buena parte para dejar paso a la construcción de chalets adosados. Don Anselmo, sí, ese que gracias a la apropiación de las tierras de los que tuvieron que salir huyendo del pueblo al llegar las tropas de Franco, por miedo a ser fusilados, y al estraperlo llegó a ser el hombre más rico de la comarca, y cuyo nombre murmuraban entre dientes los hombres con una mezcla de temor y rabia, entre chato y chato de vino seco en la taberna del tío Aquilino, o en los corrillos que formaban en la plaza al caer la tarde, mientras petaca en mano, liaban con habilidad sus cigarrillos, que encendían con el chisquero de mecha, aldabilla y pedernal, al tiempo que se comentaban historias de sacas nocturnas, de paseos, palizas, purgas a las mujeres y asesinatos en las cunetas. Se comentaba, que durante la guerra civil, las posesiones de don Anselmo se habían triplicado y que, entre otros, se había apoderado del huerto del tío Serapio. Aquel, que exhausto por tu abrazo, Soledad, y que agobiado por la tristeza y las deudas, acabó, en el amanecer de un día cualquiera, vestido de domingo, ahorcado en una encina, ante la que las mujeres y los niños, cada vez que pasaban por allí, aceleraban el paso y se santiguaban. © Antonio Urdiales Camacho (Todos los derechos reservados)

lunes, 4 de mayo de 2009

La hora canalla del poeta

Por el horizonte, herida de muerte se desangra la tarde y, poco a poco, el imperio de las sombras va extendiendo su terciopelo negro cuajado de lentejuelas. Es la hora preferida por el amor para manifestarse; la del primer beso adolescente entregado al cálido aliento de un suspiro, aquel que pintó de acalorado rubor nuestras mejillas e hizo galopar la adrenalina en nuestras venas cuando permanecíamos fundidos en un abrazo que soñábamos perpetuo o la preferida por los amantes clandestinos, que se inventan cada día un imprevisto, mientras en un hotel cualquiera, sus manos se pierden entre los tersos muslos de la Afrodita amada que incendia su pasión.

Al otro lado, por los suburbios del amor, en la torre del desencanto da la hora el reloj del desamor que despierta el llanto interno ante el frío muro de las lamentaciones cotidianas, que al fin y al cabo es donde comienzan su andadura los abrazos rotos y el insomnio desbroza anhelos, mientras los recuerdos, como perros rabiosos, te saquean a dentelladas la memoria y la soledad es un escalofrío que te abraza y te ahoga hasta hacerte sentir que la realidad es aliento gélido de muerte que te atraviesa el alma, mientras, cleptómana impenitente, desvalija el ya exiguo almacén de la esperanza.

Y, sí, ahí comienza, también, la hora canalla del poeta. Justo cuando la Luna comienza a ascender en su periplo nocturno y entre luciérnagas lejanas, desnuda Venus sus misterios y luce el encanto de su brillo para atraer a un Marte guerrero hacia su lecho, y un Júpiter inflamado de lujuria yace con Hera mientras fantasea con poseer a Europa, y las Musas, juguetonas, coquetean con la inspiración, hasta que la palabra rompe amarras y siembra sueños por la árida llanura de un folio en blanco.

© Antonio Urdiales Camacho ~ ® Mayo 2009

viernes, 3 de abril de 2009

Norte-Sur



Hoy, ironías de la vida, como en la mirada traviesa de un niño, hay un encanto especial en esta incipiente mañana que a lomos de una cálida brisa levantina se asoma juguetona a mi ventana. Abro de par en par las hojas y despacio, como temiendo embriagarme del aroma a jara que desciende del monte, inspiro hondo y dejo que me invada su frescura los pulmones.

Es posible que sólo sea un día más, un día como otro cualquiera, y que este optimismo que me habita el pálpito sea el que haya decidido mirarlo con otros ojos o es posible que el olor a café recién hecho, que me inunda la pituitaria al dar el primer sorbo, haya obrado el milagro, porque lo cierto es que ya no les quedan milagros a los dioses oficiales en sus cananas y este perro mundo se está quedando sin resto que empujar al centro de la mesa.

Pero de nada sirve sacar de contexto el encanto del momento porque, enseguida, la prensa del día y otro nuevo sorbo al café se encargan de romper el hechizo de mi vuelo contemplativo y hacen descender la magia a ras de suelo. Desgraciadamente, no son estos buenos tiempos para alegrías -pienso- mientras el sol busca acomodo entre los filamentos de las anteras de algunas petunias que, al sentir la cálida caricia sobre sus pétalos somnolientos, han tenido la sutil desvergüenza de desperezarse obscenas y desnudar sus colores para mostrarle al mundo su belleza.

Un virus llamado “crisis” ha lanzado un derechazo terrible, que golpea con toda su crudeza, en pleno rostro, a este norte prepotente que, engreído en la inexpugnable fortaleza de su globalización, gozaba de sus privilegios, y lo hace tambalearse en su cómoda poltrona, en tanto que, por el esquilmado sur de nuestros saqueos, la hambruna verdadera, la que firma en los libros de historia con mayúsculas y muertos, con lágrimas y moscas, con desnutrición, hueso y pellejo; esa misma hambruna que hiere nuestras retinas con imágenes que nos hacen cerrar los ojos doloridos o desviar la mirada avergonzados y que, justo cuando vamos a hincarle el diente a nuestro filete, nos escupe su miserable miseria en nuestro plato … esa hambruna, sí, sobrecarga de sueños sus pateras caducadas y pone rumbo hacia Eldorado de nuestro norte, sin miedo a enfrentar a la Parca, que se ha erigido en señora de los mares y reclama, exigente, su abusivo diezmo.

Doy otro sorbo al café mientras contemplo como saca pecho el cálido Levante, que comienza a recolectar polen de las petunias y con pinceles de polvo dibuja espirales ascendentes sobre el lienzo azul del horizonte, mientras que húmedo y lujurioso busca acomodo bajo las tibias faldas femeninas o surfista y juguetón se entretiene en descubrirle puntillas a las olas.

Agoto mi café y leo que, por Londres, los amos del dinero, conjurados, aplican hielo sobre el golpe encajado y maquillan moratones con sonrisas, mientras aprietan un agujero más el cinturón que oprime a los más débiles. En fin, más de lo mismo, otro día más, como otro cualquiera. La vida sigue su camino y mientras, nosotros, para acallar nuestra conciencia ante el mundo pintamos nuestras manos de blanco, la espada de la avaricia, tan obscenamente desnuda como las petunias del jardín, continúa impasible reclamando su tétrica ración de sangre.

Y es que -seamos sinceros- el sur, amigos, nos pilla tan a trasmano….

© Antonio Urdiales ~ 02/04/2009

miércoles, 4 de marzo de 2009

Claustrofobia



Se sentía terriblemente aturdido y sin fuerzas. Como si su mente despertara pesada y lentamente de un largo letargo. Tenía una sensación de pesadez en la cabeza, y un agudo dolor en la zona parietal izquierda. Parecía que le hubieran golpeado con algo, lo que hacía que al menor esfuerzo por pensar la cabeza le estallara en luces fantasmagóricas. Su estómago no estaba, ni siquiera por asomo, mucho mejor, porque sentía una punzada aguda que le atravesaba de parte a parte. Una sensación de escozor en su antebrazo derecho le llevó hasta los recuerdos. En su mente, las imágenes comenzaron a sucederse a cámara lenta, y difuminadas como por una bruma espesa que fuera movida por el viento. la secuencia reproducía a su mujer intentando retenerlo inútilmente y, cómo, en su afán por desasirse de la presión de sus manos, se hizo un rasguño en su antebrazo, con una de las cuidadas uñas de ella. Sentía frío, mucho frío. Un frío gélido. Ese frío que se mete hasta dentro, hasta los huesos, como si su cuerpo estuviera en una cámara frigorífica. Sus dientes, de forma involuntaria, comenzaron a entrechocarse, produciendo el castañeteo continuado un ritmo infernal que se reproducía terriblemente ampliado en su cabeza. Su cuerpo se convulsionaba involuntariamente de forma espasmódica, lo que le producía calambres. Se sentía mal, muy mal. Intentó encogerse para paliar el frío, pero no pudo. Poco a poco fue tomando conciencia de que se hallaba tendido boca arriba, sobre una superficie dura y estrecha. El contacto de sus manos con las piernas le indicó que se hallaba totalmente desnudo, y que una especie de sábana o sudario le cubría y sintió miedo, porque el silencio era sepulcral. Se asustó. ¿Dónde se hallaba? ¿Qué le había ocurrido para sentirse tan mal? Pero la respuesta a sus preguntas era siempre la misma. La imagen de ella intentado retenerlo y él desasiéndose violentamente. Con cierto temor, comenzó a abrir lentamente los hinchados ojos y aterrorizado comprobó que la oscuridad era total. Poco a poco sus pupilas se fueron acostumbrando a la intensa oscuridad reinante y observó, como entre neblinas, que se hallaba encerrado como en una especie de sarcófago. La cabeza le daba vueltas y una sensación de náusea le removió el estómago y le alcanzó la garganta sin llegar a salir. El sabor ácido que dejó le produjo una sensación de ardor y comenzó a sentir sed. Una sed intensa, que le llevó a recordar torpemente la frescura del agua del pozo de la casa de sus abuelos. Ese pozo, al que cuando era niño no le dejaban arrimarse y al que él se asomaba a escondidas, pero siempre lleno de temor, daba un grito y salía corriendo. Siempre le habían metido miedo con el pozo. Le decían que allí abajo, en el fondo, en la oscuridad, se hallaba el infierno y que los diablos que allí había subían y cogían a los niños que se asomaban a él y se los bajaban abajo y nunca más se volvía a saber de ellos, pero que por las noches se oían los lamentos y los llantos de los niños desaparecidos. Era hondo, profundo, estrecho y oscuro, muy oscuro. Idéntico al lugar en el que él se hallaba ahora. Sintió miedo y comenzó a sudar. Intentó levantar un brazo y al comprobar que le resultaba imposible, un escalofrío le recorrió por completo y le hizo estremecerse. Intentó incorporarse, moverse, pero le fue del todo imposible. Se hallaba firmemente sujeto, atado. Su cabeza permanecía inmovilizada al igual que su tórax y piernas. ¿Dónde se hallaba? ¿Quién le había atado? Intentó forzar sus ojos, pero la visión era imposible, la oscuridad, esa oscuridad espesa, persistente, apenas le permitía adivinar donde se hallaba y el escozor que le produjo el esfuerzo hizo que le saltaran un par de lágrimas. Su respiración se agitó y una oleada de pánico le aterró. Quiso gritar, pero la voz se ahogó en su garganta reseca sin producir ningún sonido y comenzó a notar que le costaba trabajo respirar, que le faltaba el aire dentro del reducido espacio. Sus pulmones, en un intento desesperado por llevar el aire hasta ellos, comenzaron un movimiento de hiperventilación que no surtía efecto alguno. Se asfixiaba. Por más intentos que hacía no lograba hacer llegar ni un dedal de aire a sus pulmones. No. No era posible. De pronto le vinieron a la mente recuerdos de su abuela contando historias con la vecina, bajo la chimenea, al amor del fuego, de personas que habían sido enterradas vivas y como al haber sido desenterrados, habían hallado los ataúdes totalmente arañados por dentro. La falta de aire se hacía más y más insoportable. Sintió un pánico atroz y notó como el vello se le erizaba, al tiempo que algo cálido le comenzó a correr entre las piernas. Sin darse cuenta, de una forma totalmente involuntaria, se había orinado. Los latidos de su corazón se aceleraron y el sudor se incrementó. Podía notar como transpiraba. Era un sudor frío, que hizo que una especie de temblores se apoderara involuntariamente de su cuerpo. Abrió desmesuradamente la boca para intentar tomar algo de aire. Nada, era imposible, La sensación de angustia por la falta de oxígeno le iba aletargando poco a poco. De nuevo, los recuerdos volvieron a visitarle. Siempre en el mismo momento. El momento en el que ella, con lágrimas en los ojos, le rogaba que no lo hiciera y, de nuevo el arañazo que involuntariamente sus uñas le habían hecho al soltarse él violentamente. A partir de ahí la oscuridad. Sintió que la asfixia le estaba llevando hasta un estado de semiinconsciencia y que los latidos de su corazón se iban haciendo cada vez más lentos. Los sentía en su cerebro como si fueran los tétricos pasos de la muerte que viniera a por él. Cada vez más lentos. Quiso mover sus brazos pero de nuevo comprobó que le era imposible, y no sólo por las ataduras, sino porque las fuerzas comenzaban a abandonarle, con lo que, en su intento desesperado, apenas logró levantar la mano un par de centímetros. ¿Qué había ocurrido para hallarse así, en ese estado? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo era posible? ¿Le habrían atrapado los demonios del pozo? ¡No! ¡No era posible! ¡Le iban a enterrar vivo! ¡Él estaba vivo!, ¡vivo!, ¡no muerto! Intentó gritar, pero sintió la lengua más gruesa, como acorchada y adormecida, y el aliento ácido, muy ácido, apenas era capaz de atravesar su reseca garganta y de llegar hasta su pastosa boca. Los latidos seguían obsesivamente en su cerebro, espaciándose, cada vez más… y más… y más… y más.

De pronto, al final del túnel en el que se hallaba, se hizo la luz, y una claridad que a él se le hacía sumamente intensa invadió sus dilatadas pupilas, que inmediatamente comenzaron a dolerle por el cambio brusco de luminosidad. Después, sintió el eco lejano de una conversación, que se acercaba. Era una voz de hombre, que al principio le sonó como distorsionada. Inmediatamente, casi al borde de su resistencia, consiguió entender que la voz decía:

- ¡Vaya! Parece que se ha despertado. Miguel, ya puede sacarlo del tubo. Desátelo y póngale una mascarilla de oxígeno. Por la forma de respirar y las convulsiones parece que está hiperventilado. Es posible que padezca claustrofobia. La tensión le ha bajado, pero volverá a la normalidad con el oxígeno. De todos modos, cójanle una vía en vena, para ponerle suero. Aligere, Miguel, está a punto de perder de nuevo el conocimiento. Transmita a la enfermera que le haga un lavado de estómago y que le haga vomitar. La caída le ha producido un golpe en la cabeza, pero no tiene lesiones importantes, aparte de la herida que le hemos suturado. No sé cómo la gente puede beber hasta estos extremos. Por favor, pida que venga algún auxiliar para cambiar la sábana y limpiar y desinfectar la camilla, porque se ha orinado. Mientras, yo saldré a informar a su pobre esposa de que aparte de una terrible borrachera su marido no sufre nada importante.

Fue lo último que oyó antes de hundirse en las brumas.

© Antonio Urdiales Camacho ~ ® Junio 2003

miércoles, 25 de febrero de 2009

Aquel 20 de Noviembre




La primera mitad de los años sesenta del siglo XX fueron años grises y de pobreza en España. La emigración de hombres a Europa -sobre todo a Alemania- para trabajar (que fue lo que produjo el despegue económico al final de la segunda mitad de la década), aún estaba en ciernes y las divisas todavía no habían comenzado a llegar.

Recuerdo de forma especial un 20 de noviembre, fecha sacrosanta durante el régimen dictatorial de Francisco Franco, porque ese día se celebraba, como todos los años desde el final de la Guerra Civil, el aniversario del fusilamiento en la cárcel de Alicante de José Antonio Primo de Rivera, a la sazón fundador del partido paramilitar de idelología fascista denominado Falange Española y que, posteriormente, tras fusionarse el día 15 de Febrero de 1934 con con las Juntas de Ofensiva Nacinal-Sindicalista, fundadas a su vez por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, y en abril de 1937, por orden expresa del ya autoproclamado generalísmo Franco, con los tradiconalistas Carlistas, acabaría denominándose Falange Española Tradicionalista y de las JONS.

Si bien es cierto que, posteriormente, esa fecha acabó perdiendo, políticamente hablando,  prácticamente todo su peso específico al ser pisada por el fallecimiento del dictador Franco (a quien parece ser que se le prolongó la vida artificailmente para hacer coincidir las fechas del fallecimiento), por aquellas años era sin lugar a dudas un día de gran exaltación patriótica entre los vencedores, que se trasladaba, dado el carácter militarista de la dictadura, a todos los centros educativos.

Pues bien, aquella mañana, de aquel 20 de Noviembre, el frío calaba hasta los huesos. La enorme nevada que había caído la al morir la tarde del día anterior alfombró el suelo con más de 15 centímetros de impolutos y blanco copos que se habían helado durante la noche, vistiendo de enormes caramelos helados los aleros de los tejados y los chorros de la fuente de la plaza.

La madre de Manuel, debido a la pobreza que reinaba en el hogar y ante la ausencia de abrigo y de guantes para él, había tenido la precaución de poner dos pequeñas piedras redondas al amor de la lumbre para que se calentaran y las tenía ya envueltas en papel de periódico, con el fin de llevarlas guardadas en los bolsillos del pantalón de pana –confeccionado a partir de un traje de su padre, igual que la chaqueta– y así conservar las desnudas manos lo más calientes posible durante el trayecto hasta el colegio.

Manuel tendría por aquel entonces los mismos años que yo, unos doce, aproximadamente. Era un chico bastante alto y para su corta edad algo más serio de lo habitual, pero muy inteligente, buen estudiante y muy trabajador. Por las tardes, nada más terminar de hacer los deberes escolares, en lugar de salir a la calle a jugar como hacían los demás chiquillos, él ayudaba a su padre en las tareas del campo. De ahí, ese color moreno que siempre lucía en el rostro y las manos.

Hacía un mes y veinte días que habíamos comenzado nuestro segundo curso de bachillerato y ya, aparte de ser mi inseparable compañero de pupitre, éramos fenomenales amigos. En los recreos, siempre andábamos juntos, jugando con los demás compañeros, sobre todo al fútbol, con una miserable pelota de goma verde del tamaño de una bola de billar, cuándo alguien la traía o de papeles arrugados, fuertemente prensados y convenientemente atados como la mayoría de las veces, pero casi nunca con un balón.

Todas las mañanas, lo primero que hacíamos al llegar al colegio los casi 300 alumnos de Bachillerato Elemental, era formar en el patio del colegio y allí, a pies firmes, se nos hacía cantar el “Cara al Sol”, himno falangista, de origen paramilitar, del que nunca Manuel consiguió aprenderse la letra. Aún, hoy, en muchas ocasiones, me pregunto por qué jamás lo logró, a pesar de haberlo oído, incluso tarareado, cientos y cientos de veces..

Aquella mañana, helados de frío, todos los alumnos ansiábamos entrar a las aulas. En cada una de éstas se hallaba, estratégicamente ubicada al lado de la mesa del profesor, una estufa de hierro fundido y de enorme chimenea oxidada y algo abollada que salía al exterior por un cilíndrico agujero practicado a tal efecto en los cristales. Estas estufas, a todas luces insuficientes para caldear aulas de 45 o 50 alumnos, apenas se encendían debido al carácter usurero del dueño y director del colegio, y a que era más el humo que producían hasta que se encendía la leña que las alimentaba, que el calor que proporcionaban. A pesar de ello, cobraban a nuestros padres una cantidad adicional a la cuantía mensual, que ya, por sí misma, era bastante elevada para familias como las de Manuel.

Ese día el director, al cálido abrigo de las ventanas del corredor superior que rodeaba el patio, abrió una hoja de una de ellas y se extendió más de lo debido comentándonos quién fue José Antonio Primo de Rivera y sus hazañas en la lucha contra los rojos. Precisamente, el intenso frío nos llevó a algunos a intentar burlar la vigilancia de los profesores, quienes, tras el vaho de los cristales de las ventanas del corredor superior, se encargaban de vigilar el cotidiano canto del himno, y  sin poder evitarlo algunos se dedicaban a patear sigilosamente sobre la nieve, para intentar calentar con el ejercicio los congelados pies y templar un poco las doloridas orejas poniendo nuestras manos sobre ellas en forma de cuenco.

Tras el obligado canto del himno el director del colegio en lugar de decirnos como solía hacer siempre que comenzáramos a subir por filas a nuestras respectivas aulas, con voz solemne se dirigió a nosotros para decirnos:

–Desde aquí, desde esta privilegiada atalaya en la que me encuentro, he visto a diez u once malos españoles, diez u once de ustedes que se han movido en la formación. Y precisamente lo han hecho hoy, justo cuando celebramos el aniversario del ignominioso asesinato por las hordas rojas de un héroe nacional. ¡Un héroe que prefirió entregar su vida antes que vender su patria al enemigo! ¡Un héroe que entregó su vida sin que una sola queja saliera de su boca! Un héroe, en fin, al que todos deberíais intentar emular y que se llamaba José Antonio Primo de Rivera. Por tal motivo, considero esa actitud antipatriótica como un acto de rebeldía y de falta de respeto a la memoria del fundador de la Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S.

–Yo sé quiénes han sido esos malos patriotas, pero en lugar de decir los nombres yo para que vayan saliendo de la formación, prefiero que aquellos de sutedes que se han movido durante el canto del himno sean lo suficientemente valientes y salgan dando un paso lateral a la derecha. Mas deben ustedes saber que si actúan como unos cobardes y no salen de forma voluntaria de la formación, todos ustedes se quedarán en el patio, en formación y en silencio, hasta que los compañeros los denuncien o hasta que yo lo considerara oportuno. En este último caso iré sacando a uno de cada diez de ustedes y ellos serán los que paguen por los verdedros culpables de ser malos patriotas.

El silencio era sepulcral, y transcurrieron aproximadamente diez minutos sin que nadie saliera, a pesar de las disimuladas miradas que nos lanzábamos unos a otros. El frío nos hacía castañetear los dientes, el cuerpo tiritaba involuntariamente como si se encontrara en un estado de suma excitación nerviosa, los pies estaban casi encharcados y prácticamente congelados y las orejas la nariz y los ojos eran un puro dolor.

De pronto, Manuel me dijo en voz baja agachando la cabeza:

– No aguanto más esta situación, voy a salir.

Sin darme tiempo a responderle, levantó su brazo y salió de la formación dando un paso a la derecha, pero inmediatamente comenzó a andar hacia la cabeza de la formación.

No sé qué extraño acto de solidaridad me hizo salir con él. Yo no me había movido durante el canto del himno; ni había visto a nadie moverse; ni tenía nada que decir; pero estúpidamente di ese terrible paso lateral a la derecha, salí y le seguí hasta ponernos delante de todos. Aún, hoy, cuando lo recuerdo, una sonrisa distiende mis labios pensando qué hubiera podido decirle al director si me hubiera preguntado a mi primero.

Pero el director, tal vez porque el levantó el brazo o fue el que salió primero, dirigiéndose a Manuel con voz potente que restalló como un latigazo en el silencio del enorme patio preguntó:

– Dígame, Manuel, ¿ha sido usted uno de los que se ha movido?

–¡No! Señor director, yo no me he movido.

– Entonces, ¿puede explicarme de forma clara por qué ha salido usted de la formación?

– Señor director, ciertas actitudes no me parecen lógicas, por lo que, si usted me da su permiso, quisiera efectuar una denuncia.

Inmediatamente, una sonrisa se dibujó en el rostro del director y puso a Manuel como ejemplo. Nos dijo que era un buen estudiante, que todos debíamos tomar ejemplo de él y que, a pesar de que no le gustaban los chivatos, comprendía su gesto, ya que a él le constaba que sus padres hacían muchos sacrificios para pagarle sus estudios y otro sin fin de cosas similares. Cuando acabó de alabarle, le dijo que efectuara su denuncia.

Manuel, ante la mirada airada de algunos compañeros y comprensiva de otros que ansiaban entrar al tímido calor de las aulas, con voz segura dijo:

– Señor director, todo lo que usted ha dicho sobre el sacrificio de mis padres es cierto y me alegro de que usted lo entienda, por ello quiero denunciar el abuso al que estamos siendo sometidos esta mañana tanto por parte de usted señor director como de todos los demás profesores, pues como usted nos ha dicho, nuestros padres se sacrifican para pagarles todos los meses con la intención de que los profesores nos enseñen las materias de las que luego nos tendremos que examinar y no para que se nos haga morir de frío.

La sonrisa del director se heló en su rostro y pasó a ser una mueca de incredulidad, su cara se congestionó y los ojos parecían querer salírsele de las órbitas.

Mi corazón empezó a latir de forma acelerada, como si quisiera salírseme del cuerpo. En fracciones de segundo pensé: De ésta te expulsan para siempre del Colegio. Por un lado me sentía orgulloso de la respuesta de Manuel, pero por otro, mi cuerpo parecía un flan y no creo que en esta ocasión tuviera nada que ver con el frío. Sentí ganas de regresar a mi sitio, pero las piernas no me respondían y me quedé allí, de pie. El silencio era sepulcral.

El director clavó su airada mirada en mi y con voz potente me dijo:

– ¿A qué viene esa estúpida sonrisa? ¡imbécil!. Ese fue el momento en que yo tuve conciencia de que la respuesta de Manuel me había hecho sonreír.

Inmediatamente giró la cabeza y clavó su mirada en Manuel y le dijo:

– Me ha quedado claro Manuel que es usted un "rojo", un enemigo de la patria y un maleducado, cosa que no me extraña porque ¿qué se puede esperar con unos padres como los suyos?. Su actitud corresponde a la del hijo de un rojo que aún debería estar en la cárcel. Claro que con un padre como el que usted tiene puedo cailificar su actitud como normal, porque ya lo dice el refrán: “de tal palo tal astilla”. Así que, desde este mismo momento, queda usted expulsado del colegio y dígale a su padre que si tiene el valor suficiente, venga a hablar conmigo cara a cara, que ya me encargaré yo de explicarle muy claramente por qué me he visto obligado a expulsarle.

Manuel, tras decirle con voz serena que la decisión que había tomado le parecía una injusticia, introdujo sus manos en los bolsillos del pantalón donde las piedras ya se habían enfriado. Las asió y apretó fuertemente, levantó la cabeza orgullosamente y comenzó a salir del patio sin volver la vista hacia atrás. Yo, sin saber por qué lo hice, comencé a seguirle.

Al llegar a la puerta que daba a la calle, que siempre permanecía cerrada con llave, vimos que, inmediatamente detrás de nosotros, en perfecta fila india, igual que nos trasladábamos a las clases, iban todos los demás alumnos.

Manuel, ni se inmutó, pero a mi me dio una alegría enorme. No creo que el director se atreva a expulsarnos a todos -pensé-.

Y así fue. Este primer acto de rebeldía ante semejante injusticia y arbitrariedad –luego Manuel tendría varios más a lo largo de su vida– hizo dar marcha atrás al director, quien bajó hasta la puerta y poniéndose al frente de todos, desde allí, con la voz aún airada, dijo:

– Está bien, dado el día que es hoy, por ser la primera vez que ocurre algo semejante y para demostrarles a ustedes la magnanimidad de la que hizo gala José Antonio Primo de Rivera a lo largo de toda su vida, declararé una amnistía y olvidaré esta actitud antiespañola y daré el asunto por concluido. Así que, ya pueden ustedes comenzar a dar media vuelta e iniciar la subida ordeanda y en silencio a las clases, pero quiero que quede muy claro, que no toleraré más actos de insubordinación como el ocurrido en el día de hoy.

A partir de aquel día, misteriosamente, las estufas se encendieron a diario durante todo el invierno, lo que agradecimos todos, pero aquel fue el último año que Manuel y yo cursamos nuestros estudios en ese colegio, a pesar de haber sacado unas excelentes notas finales en todas las asignaturas, menos en Formación del Espíritu Nacional y en Religión, que aprobamos con un cinco pelado.

Siempre recordaré con cariño ese día y en la actualidad, cuando me hallo a solas con Manuel, algunas veces acude a mi mente aquel acto de inocente rebeldía y una cálida sonrisa distiende lentamente mis labios.

© Antonio Urdiales Camacho ~ ® Noviembre 2001