Me acompañan en el camino:

miércoles, 4 de marzo de 2009

Claustrofobia



Se sentía terriblemente aturdido y sin fuerzas. Como si su mente despertara pesada y lentamente de un largo letargo. Tenía una sensación de pesadez en la cabeza, y un agudo dolor en la zona parietal izquierda. Parecía que le hubieran golpeado con algo, lo que hacía que al menor esfuerzo por pensar la cabeza le estallara en luces fantasmagóricas. Su estómago no estaba, ni siquiera por asomo, mucho mejor, porque sentía una punzada aguda que le atravesaba de parte a parte. Una sensación de escozor en su antebrazo derecho le llevó hasta los recuerdos. En su mente, las imágenes comenzaron a sucederse a cámara lenta, y difuminadas como por una bruma espesa que fuera movida por el viento. la secuencia reproducía a su mujer intentando retenerlo inútilmente y, cómo, en su afán por desasirse de la presión de sus manos, se hizo un rasguño en su antebrazo, con una de las cuidadas uñas de ella. Sentía frío, mucho frío. Un frío gélido. Ese frío que se mete hasta dentro, hasta los huesos, como si su cuerpo estuviera en una cámara frigorífica. Sus dientes, de forma involuntaria, comenzaron a entrechocarse, produciendo el castañeteo continuado un ritmo infernal que se reproducía terriblemente ampliado en su cabeza. Su cuerpo se convulsionaba involuntariamente de forma espasmódica, lo que le producía calambres. Se sentía mal, muy mal. Intentó encogerse para paliar el frío, pero no pudo. Poco a poco fue tomando conciencia de que se hallaba tendido boca arriba, sobre una superficie dura y estrecha. El contacto de sus manos con las piernas le indicó que se hallaba totalmente desnudo, y que una especie de sábana o sudario le cubría y sintió miedo, porque el silencio era sepulcral. Se asustó. ¿Dónde se hallaba? ¿Qué le había ocurrido para sentirse tan mal? Pero la respuesta a sus preguntas era siempre la misma. La imagen de ella intentado retenerlo y él desasiéndose violentamente. Con cierto temor, comenzó a abrir lentamente los hinchados ojos y aterrorizado comprobó que la oscuridad era total. Poco a poco sus pupilas se fueron acostumbrando a la intensa oscuridad reinante y observó, como entre neblinas, que se hallaba encerrado como en una especie de sarcófago. La cabeza le daba vueltas y una sensación de náusea le removió el estómago y le alcanzó la garganta sin llegar a salir. El sabor ácido que dejó le produjo una sensación de ardor y comenzó a sentir sed. Una sed intensa, que le llevó a recordar torpemente la frescura del agua del pozo de la casa de sus abuelos. Ese pozo, al que cuando era niño no le dejaban arrimarse y al que él se asomaba a escondidas, pero siempre lleno de temor, daba un grito y salía corriendo. Siempre le habían metido miedo con el pozo. Le decían que allí abajo, en el fondo, en la oscuridad, se hallaba el infierno y que los diablos que allí había subían y cogían a los niños que se asomaban a él y se los bajaban abajo y nunca más se volvía a saber de ellos, pero que por las noches se oían los lamentos y los llantos de los niños desaparecidos. Era hondo, profundo, estrecho y oscuro, muy oscuro. Idéntico al lugar en el que él se hallaba ahora. Sintió miedo y comenzó a sudar. Intentó levantar un brazo y al comprobar que le resultaba imposible, un escalofrío le recorrió por completo y le hizo estremecerse. Intentó incorporarse, moverse, pero le fue del todo imposible. Se hallaba firmemente sujeto, atado. Su cabeza permanecía inmovilizada al igual que su tórax y piernas. ¿Dónde se hallaba? ¿Quién le había atado? Intentó forzar sus ojos, pero la visión era imposible, la oscuridad, esa oscuridad espesa, persistente, apenas le permitía adivinar donde se hallaba y el escozor que le produjo el esfuerzo hizo que le saltaran un par de lágrimas. Su respiración se agitó y una oleada de pánico le aterró. Quiso gritar, pero la voz se ahogó en su garganta reseca sin producir ningún sonido y comenzó a notar que le costaba trabajo respirar, que le faltaba el aire dentro del reducido espacio. Sus pulmones, en un intento desesperado por llevar el aire hasta ellos, comenzaron un movimiento de hiperventilación que no surtía efecto alguno. Se asfixiaba. Por más intentos que hacía no lograba hacer llegar ni un dedal de aire a sus pulmones. No. No era posible. De pronto le vinieron a la mente recuerdos de su abuela contando historias con la vecina, bajo la chimenea, al amor del fuego, de personas que habían sido enterradas vivas y como al haber sido desenterrados, habían hallado los ataúdes totalmente arañados por dentro. La falta de aire se hacía más y más insoportable. Sintió un pánico atroz y notó como el vello se le erizaba, al tiempo que algo cálido le comenzó a correr entre las piernas. Sin darse cuenta, de una forma totalmente involuntaria, se había orinado. Los latidos de su corazón se aceleraron y el sudor se incrementó. Podía notar como transpiraba. Era un sudor frío, que hizo que una especie de temblores se apoderara involuntariamente de su cuerpo. Abrió desmesuradamente la boca para intentar tomar algo de aire. Nada, era imposible, La sensación de angustia por la falta de oxígeno le iba aletargando poco a poco. De nuevo, los recuerdos volvieron a visitarle. Siempre en el mismo momento. El momento en el que ella, con lágrimas en los ojos, le rogaba que no lo hiciera y, de nuevo el arañazo que involuntariamente sus uñas le habían hecho al soltarse él violentamente. A partir de ahí la oscuridad. Sintió que la asfixia le estaba llevando hasta un estado de semiinconsciencia y que los latidos de su corazón se iban haciendo cada vez más lentos. Los sentía en su cerebro como si fueran los tétricos pasos de la muerte que viniera a por él. Cada vez más lentos. Quiso mover sus brazos pero de nuevo comprobó que le era imposible, y no sólo por las ataduras, sino porque las fuerzas comenzaban a abandonarle, con lo que, en su intento desesperado, apenas logró levantar la mano un par de centímetros. ¿Qué había ocurrido para hallarse así, en ese estado? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo era posible? ¿Le habrían atrapado los demonios del pozo? ¡No! ¡No era posible! ¡Le iban a enterrar vivo! ¡Él estaba vivo!, ¡vivo!, ¡no muerto! Intentó gritar, pero sintió la lengua más gruesa, como acorchada y adormecida, y el aliento ácido, muy ácido, apenas era capaz de atravesar su reseca garganta y de llegar hasta su pastosa boca. Los latidos seguían obsesivamente en su cerebro, espaciándose, cada vez más… y más… y más… y más.

De pronto, al final del túnel en el que se hallaba, se hizo la luz, y una claridad que a él se le hacía sumamente intensa invadió sus dilatadas pupilas, que inmediatamente comenzaron a dolerle por el cambio brusco de luminosidad. Después, sintió el eco lejano de una conversación, que se acercaba. Era una voz de hombre, que al principio le sonó como distorsionada. Inmediatamente, casi al borde de su resistencia, consiguió entender que la voz decía:

- ¡Vaya! Parece que se ha despertado. Miguel, ya puede sacarlo del tubo. Desátelo y póngale una mascarilla de oxígeno. Por la forma de respirar y las convulsiones parece que está hiperventilado. Es posible que padezca claustrofobia. La tensión le ha bajado, pero volverá a la normalidad con el oxígeno. De todos modos, cójanle una vía en vena, para ponerle suero. Aligere, Miguel, está a punto de perder de nuevo el conocimiento. Transmita a la enfermera que le haga un lavado de estómago y que le haga vomitar. La caída le ha producido un golpe en la cabeza, pero no tiene lesiones importantes, aparte de la herida que le hemos suturado. No sé cómo la gente puede beber hasta estos extremos. Por favor, pida que venga algún auxiliar para cambiar la sábana y limpiar y desinfectar la camilla, porque se ha orinado. Mientras, yo saldré a informar a su pobre esposa de que aparte de una terrible borrachera su marido no sufre nada importante.

Fue lo último que oyó antes de hundirse en las brumas.

© Antonio Urdiales Camacho ~ ® Junio 2003