Me acompañan en el camino:

domingo, 30 de enero de 2011




Aunque a mi me parece como si aún fuera ayer ha llovido mucho desde entonces, pero la nostalgia, como una manada de perros hambrientos, husmea sin piedad por la memoria persiguiendo, ávida de historias, recónditos fantasmas del pasado.

¡Cómo recuerdo aquel día en que la conocí! Agosto consumía su sinfonía de sol y moscas y yo, aunque todavía no lo sabía, mis días de aventuras veraniegas en el pueblo de mis abuelos maternos.

Apenas tenía recién cumplidos los once años de edad cuando Soledad y yo emprendimos el camino de regreso hacia el pueblo, que al contraluz del cárdeno del ocaso resaltaba la blancura de sus casas enjalbegadas. Soledad -abrazada a mi angustia-, y yo -extasiado en su silencio- regresábamos urgidos. Se nos había hecho tarde de tanto sentirnos desnudos en la complicidad del silencio. El débil eco de nuestros pasos, apenas amortiguados por la desgastada goma del piso de las sandalias, resonaba sobre el pulido empedrado de las calles estrechas, que ascendían, como intentado robarle metros al cielo, hasta la plaza donde, desde su privilegiada atalaya, permanecía vigilante la familia de cigüeñas que todos los años anidaba en la torre de la iglesia.

La respiración agitada hacía que los insistentes latidos del corazón en el pecho retumbaran con ecos graves de tambores sombríos. A esa hora, apenas si quedaban unos pocos vencejos juguetones arañando el aire con sus rápidos y acrobáticos vuelos, y las calles, vacías ya de los corrillos de mujeres que cada tarde salían a coser agrupadas a la sombra en verano y al sol en invierno, comenzaban a preñarse de ese olor a leña de encina recién prendida que, día tras día, con el primer bostezo de la mañana y con el último suspiro de la tarde, vomitaban las chimeneas humeantes. Era la hora mágica, esa hora en que la luz se derrama a dos colores, y en la que las calles, todavía huérfanas del amarillento y débil sol artificial de las bombillas -de aquellas bombillas con sombrero blanco de porcelana, a las que había declarado la guerra la puntería de mi tirachinas-, se iban tiñendo del malva naciente del ocaso. Ese mismo día mi abuelo materno, según las tiernas palabras de mi tía Régula, abrazado al primer rayo de sol de la mañana se había ido al cielo para estar sentado a la derecha de Dios, quien lo había llamado porque lo necesitaba a su lado con urgencia. Inmediatamente, supe que aquello que me decía mi tía no era cierto, que a mi abuelo le había llegado su hora y se había muerto sin más, como le pasó al abuelo de mi amigo Agustín, el hijo del panadero, porque mi abuelo no era capaz de ir ni tan siquiera al estanco, para comprar su adorado cuarterón de tabaco picado y su librillo de papel de liar, sin llevarme con él. Pero cuándo todo el mundo decía que todos aquellos que se mueren se iban con dios porque él los había llamado para disfrutar de su compañía, todo el mundo tendría razón, y asumí que, ese dios todopoderoso que me habían enseñado a temer, me había robado a mi abuelo sin siquiera darle el tiempo suficiente para darme un beso de despedida, y algo en mi se rebeló desde ese día. Desde entonces, nunca he querido volver a saber nada de ese dios egoísta que nos robaba a los seres más queridos para tenerlos allí sentados a su vera. Tras recibir la noticia por boca de mi tía Régula -que aunque dicha de una forma dulce y cariñosa, llevaba implícita el dramatismo que involuntariamente le ponía la tristeza del momento y el tono grave y aguardentoso de su voz rota-, uno de aquellos mareos –que por aquella época padecía de vez en cuando, pero que luego desaparecerían con la adolescencia para no volver más- me sumió en la oscuridad de un pozo profundo con un agujero negro interminable que, a medida que iba descendiendo, parecía querer absorber todos mis sentidos. Todo comenzó a girar a mi alrededor vertiginosamente; las piernas se me doblaron y, por un instante, tuve la sensación de que me escapaba de mi cuerpo y volaba… volaba… 

Poco después, el agua fresca del pozo, aplicado con mucha delicadeza sobre mi frente con el pañuelo de mano de mi tía, me hizo abandonar el vuelo y regresar de nuevo a ras de tierra entre los brazos de mii tía Régula, que era viuda y no había tenido hijos. Es curioso, pero recuerdo que fue a ella a quien le escuché hablar de ti, Soledad, por primera vez. A ella le alegraba mucho que yo fuera a su casa y a mi me encantaba que cada vez que iba a visitarla me leyera cuentos de un viejo libro que tenía, o me contara historias de mi tío Pedro, al que no llegué a conocer porque había muerto al poco tiempo de casarse, en la guerra civil que hubo en España unos años antes de nacer yo. Según me contó mi tía, la desgracia se cebó con ellos y la explosión de un obús le arrebató a mi tío cuando defendía Madrid del asalto de las tropas rebeldes del general Franco, y ella, que lo había amado desde niña, jamás quiso volver a contraer matrimonio, a pesar de que no le habían faltado pretendientes, según solía comentarme con una sonrisa en su boca mientras entornaba una mirada picarona hacia un pasado, que sólo ella conocía. Y así debió ser, pues por aquel entonces, aunque era una mujer de 45 años y a pesar de sus facciones desafiantes, era una mujer muy atractiva, de mirada profunda, que nacía de sus enormes ojos negros como la noche, y que se lucía arropada por unas largas pestañas y enmarcada por cejas bien delineadas y no pobladas en exceso. Una mirada que, curiosamente, se ablandaba y volvía tierna cando me hablaba. Su tez curtida llevaba engastada la vida al aire libre y la caricia de mil soles. Alta y delgada, pero flexible como un junco, debía ser toda ella pura fibra, porque era habitual verla regresar al pueblo, al caer la tarde, cargando sobre su cabeza, en un equilibrio misterioso, casi mágico, ora un haz de leña que la duplicaba en tamaño, ora un saco de trigo, de garbanzos, patatas, o de aceitunas, o de cualquier otro producto que hubiera logrado, yendo, una vez había finalizado la cosecha correspondiente, “a rebusco” a las tierras de don Anselmo, que era el terrateniente de la comarca. Vestía, como casi todas las mujeres de aquella época, ropa de ese color negro ya algo pardo por el uso, con el permanente mandil sobre la falda y se recogía los negros cabellos en un moño, que ubicaba sobre la nuca y que sólo se podía ver cuando se desanudaba el pañuelo -también negro- para colocarlo y anudarlo, de nuevo, bajo la barbilla. Es curioso, pero por aquel entonces había tantas viudas en el pueblo que recuerdo haber llegado a pensar que el estado natural de la mitad de las mujeres, de aquellos años, era el de viudas. Aquella tarde, una vez me hube recuperado del mareo, mi tía me invitó a irme con mis amigos. Pero yo aquella tarde no quise estar con ellos y, aunque algo aturdido aún y sumido en un dolor profundo por la ausencia de mi abuelo, comencé a correr calles abajo hacia el lugar donde mi querido abuelo solía llevarme con ese paso suyo, tranquilo, mesurado, que él apoyaba innecesariamente en su eterna garrota. Hoy que la vida nos impone un ritmo frenético, recuerdo con nostalgia que él, al igual que los demás vecinos del pueblo, nunca tenían prisa y caminaban como si pretendieran dilatar el camino, como si supieran que siempre llegarían a tiempo para su última cita. Durante nuestros paseos diarios por las afueras del pueblo mis inagotables preguntas siempre hallaron una respuesta comprensible. Cuántas cosas me enseñó sobre el equilibrado comportamiento de la naturaleza y cuántos cuentos e historias extraordinarias compartió conmigo, mientras nos dirigíamos a su lugar predilecto. Dicho lugar, que poco a poco se fue convirtiendo en el obligado final de nuestros trayectos, era conocido en el pueblo como el Salto de los Castaños, pues se hallaba ubicado en un valle tupido de castaños milenarios, amén de los dos gigantescos que, a modo de mudos guardianes, permanecían justo en el borde de la cascada del río, como indecisos de efectuar el mortal salto, formando con sus extraordinarias copas unidas un glorioso puente vegetal, bajo el que el agua discurría, justo antes de precipitarse en una gran cascada blanca, como de tules con puntillas; en un salto suicida, que se precipitaba desde más de doce metros de altura, sin posibilidad alguna de retorno. Allí, mi abuelo me enseñó a disfrutar de la belleza del Arco Iris que producían los rayos del sol al atravesar las finas gotas de agua, que se desgajaban cristalinas de la inmensa cola de caballo tras chocar el agua con las rocas o con algunas ramas de castaños que iba encontrando en su caída, mientras me decía que, si cerraba los ojos con fuerza y ponía mucha atención, entre el rumor del agua oiría cantar a las sirenas. Un dolor de bronce de campanadas lentas coreadas por el agorero aullido morado de los perros, acompañó aquella tarde mi salida del pueblo, mientras descendía por la Curva del tío Serapio, del que se decía que tras la pérdida de sus tres hijos en la Guerra Civil (uno en el frente de Guadalajara, otro, “el maqui”, que cayó en Teruel abatido por la Guardia Civil, y el menor fusilado al amanecer en la cárcel) y tras la muerte de su esposa, que murió -se dice- que de tristeza tras las dolorosas pérdidas, harto de intentar atravesar descalzo de ilusiones y desnudo de esperanza, el amargo y árido desierto de su vida, un amanecer, se vistió de domingo, cogió la soga de sacar agua del pozo, se encaminó a la vieja y enorme encina que había a la vera de la Curva de la Herradura, en las tierras de don Anselmo, y se ahorcó. Desde entonces, las mujeres y los niños al pasar por allí aceleraban el paso y se santiguaban, y hasta le cambiaron de nombre y comenzaron a llamarla la Curva del tío Serapio. Pero yo aquel día no me santigüé, y a partir de entonces no he vuelto a hacerlo nunca más. Mis cuentas con dios y el cielo se hallaban en números rojos, y continué corriendo sin importarme alborotar la paz del polvo del camino. Un polvo dorado, mestizo de soles fogosos y blancas heladas, sembrado de huellas del paso de ovejas y de caballerías, y que a veces se montaba en el viento ardiente de la tarde para hacer espirales que intentaban ascender hacia el cielo, y de las que las beatas decían “que eran almas en pena de niños descarriados, que habían muerto sin bautizar y se habían quedado en tierra para purgar sus pecados, y que ahora intentaban escapar de sus tormentos para subir a rendirle cuentas a Dios”. Niños que, según el decir de las beatas, habían sido hijos del pecado, haciendo referencia a los concebidos en soltería o bajo adulterio, pero también -¿cómo no?- a los hijos de aquellos rojos asesinos, que habían abrazado el comunismo y quemado iglesias, y que no habían sido bautizados, renegando así de dios y su única religión, la verdadera. En mi carrera bordeé las higueras y el olivar del tío Atanasio, que por aquel entonces usábamos los chavales del pueblo como aliviadero de nuestras necesidades fisiológicas y como cazadero de gorriones, asustando a los inquietos saltamontes y enmudeciendo a las chicharras. Dejé a la derecha, los campos de trigo -por esas fechas ya dorado- de don Anselmo, que lucían salpicados del color rojo vivo de las amapolas, y de los que él se enorgullecía, porque según le oí decir un domingo al montar en su caballo tras salir de misa: “Eran como una gran bandera de la nueva España, donde el rojo de las amapolas era la sangre de los gloriosos caídos por Dios y por España, y el gualda era el dorado del trigo, símbolo del sacrificio, el trabajo y la prosperidad de los que -como él- se sacrificaban por ella”. Por un momento detuve mi carrera, para observar cómo las espigas juguetonas danzaban con el viento ardiente de la tarde, creando una especie de olas de secano, que hacían levantar el vuelo a las asustadizas perdices. Qué lejos se hallaba el trigo de sospechar que ese mismo viento, que ahora danzaba lujurioso con él, celebraría su eterno divorcio del tallo al ser venteado a golpe de sudor y bieldo, tras haber sido segado a base de hoz y de sudor, y posteriormente triturado por el eterno girar del trillo, siempre al paso monótono y cansino de las mulas, en la parva circular que se montaba en las eras del pueblo. Sudoroso, llegué hasta la orilla de la laguna cristalina que formaba el cauce del río y tras quitarme la camisa y refrescarme en la orilla, como mi abuelo me había enseñado, me vestí de nuevo y me senté en la roca que él siempre escogía para descansar. Allí, a la sombra de la copa de un castaño enorme, tras la que se hacía añicos el espejo circular del sol, me dejaba que espantando -a pesar de mi cauteloso paso- a las rápidas y coloridas libélulas, cazase ranas que intentaban esconderse con sus rápidos y enormes saltos entre el légamo que abrazaba a las junqueras y los tallos de las adelfas, mientras él confeccionaba con juncos y hojas de castaño pequeños barcos veleros, que luego me entregaba para que yo, tras pensar un deseo, los pusiera en el agua. Él decía que si el barco llegaba hasta el mar, el deseo se cumpliría. Y fue allí donde te conocí, Soledad. ¡Como lo recuerdo! Fue en ese instante en que, tras formular mi deseo más ferviente, que regresara mi abuelo a mi lado, puse en el lecho del río el rudimentario barco velero, que había confeccionado, y me quedé absorto en el ondulante viaje que había emprendido hacia donde el río se hacía noche. ¿Lo recuerdas, Soledad? Fue nuestro primer encuentro. Mudo. Sobraban por innecesarias las palabras. Yo me hallaba abstraído en mi tristeza intentando aguantar los dolorosos zarpazos que me producían los recuerdos. Era un dolor indescriptible, que aceleraba los latidos del corazón y los hacía rebotar en el pecho con ecos de angustia. Ese dolor que se lleva el aire de los pulmones, mientras el alma se disuelve en lágrimas que abrasan los pómulos. Y tú, Soledad, llegaste como un escalofrío, sigilosa, por mi espalda y te abrazaste a mí, haciéndome comprender que él ya no estaría nunca más allí, ni ocuparía su roca, ni me confeccionaría más barcos, salvo que entre tú y yo lo trajéramos mentalmente recurriendo a los recuerdos. Sí, Soledad, tú me hiciste hombre aquella tarde, al desvelarme los misterios de la vida y de la muerte, porque en eso consiste también la hombría, en comprender que la vida es sólo un sendero hacia la muerte. Cuántas veces desde entonces, Soledad, hemos sido el uno del otro. Tardé poco en comprenderte y en buscar tu abrazo. Fue mucho antes de leerte en los poetas. Tú, Soledad, me traes, junto con ese silencio tuyo aromado de nostalgia, el seco olor del trigo y de la avena; el sabor de miel de los higos maduros robados en las higueras de don Anselmo, o el amargo dulzor del zumo que formaban en la boca los jugosos frutos de las zarzamoras. Me llevas con tu pálpito desnudo, que atrasa el tiempo el relojes, al corral donde se pavoneaba orgulloso el gallo, mientras que, hacha en mano, mi abuelo partía la leña; al olor del puchero de garbanzos, ennegreciéndose al amor de la lumbre; al sabor del maíz tostado y de las castañas asadas en aquella lata redonda de sardinas, que previamente él había agujereado; a la delicia de la rebanada de pan con aceite y azúcar de la merienda y del pisto manchego de la cena, en el patio, bajo un techo de sarmientos entrecruzados, agrios y espirales pámpanos de parra, racimos de uvas y estrellas, mientras que, en el cerco de luz, que la bombilla dejaba sobre la blanca pared, la paciente salamanquesa intentaba atrapar a las pequeñas e inquietas mariposas. Sí, Soledad, cuánto tiempo ha pasado y parece que aún fuera ayer, si no fuera por ese color sepia y tenue neblina de las fotografías del recuerdo y por ese olor a rancio que me traen los campos de trigo de don Anselmo, esos que antaño doraban el paisaje de loma en loma y que ahora han desaparecido en buena parte para dejar paso a la construcción de chalets adosados. Don Anselmo, sí, ese que gracias a la apropiación de las tierras de los que tuvieron que salir huyendo del pueblo al llegar las tropas de Franco, por miedo a ser fusilados, y al estraperlo llegó a ser el hombre más rico de la comarca, y cuyo nombre murmuraban entre dientes los hombres con una mezcla de temor y rabia, entre chato y chato de vino seco en la taberna del tío Aquilino, o en los corrillos que formaban en la plaza al caer la tarde, mientras petaca en mano, liaban con habilidad sus cigarrillos, que encendían con el chisquero de mecha, aldabilla y pedernal, al tiempo que se comentaban historias de sacas nocturnas, de paseos, palizas, purgas a las mujeres y asesinatos en las cunetas. Se comentaba, que durante la guerra civil, las posesiones de don Anselmo se habían triplicado y que, entre otros, se había apoderado del huerto del tío Serapio. Aquel, que exhausto por tu abrazo, Soledad, y que agobiado por la tristeza y las deudas, acabó, en el amanecer de un día cualquiera, vestido de domingo, ahorcado en una encina, ante la que las mujeres y los niños, cada vez que pasaban por allí, aceleraban el paso y se santiguaban. © Antonio Urdiales Camacho (Todos los derechos reservados)