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miércoles, 25 de febrero de 2009

Aquel 20 de Noviembre




La primera mitad de los años sesenta del siglo XX fueron años grises y de pobreza en España. La emigración de hombres a Europa -sobre todo a Alemania- para trabajar (que fue lo que produjo el despegue económico al final de la segunda mitad de la década), aún estaba en ciernes y las divisas todavía no habían comenzado a llegar.

Recuerdo de forma especial un 20 de noviembre, fecha sacrosanta durante el régimen dictatorial de Francisco Franco, porque ese día se celebraba, como todos los años desde el final de la Guerra Civil, el aniversario del fusilamiento en la cárcel de Alicante de José Antonio Primo de Rivera, a la sazón fundador del partido paramilitar de idelología fascista denominado Falange Española y que, posteriormente, tras fusionarse el día 15 de Febrero de 1934 con con las Juntas de Ofensiva Nacinal-Sindicalista, fundadas a su vez por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, y en abril de 1937, por orden expresa del ya autoproclamado generalísmo Franco, con los tradiconalistas Carlistas, acabaría denominándose Falange Española Tradicionalista y de las JONS.

Si bien es cierto que, posteriormente, esa fecha acabó perdiendo, políticamente hablando,  prácticamente todo su peso específico al ser pisada por el fallecimiento del dictador Franco (a quien parece ser que se le prolongó la vida artificailmente para hacer coincidir las fechas del fallecimiento), por aquellas años era sin lugar a dudas un día de gran exaltación patriótica entre los vencedores, que se trasladaba, dado el carácter militarista de la dictadura, a todos los centros educativos.

Pues bien, aquella mañana, de aquel 20 de Noviembre, el frío calaba hasta los huesos. La enorme nevada que había caído la al morir la tarde del día anterior alfombró el suelo con más de 15 centímetros de impolutos y blanco copos que se habían helado durante la noche, vistiendo de enormes caramelos helados los aleros de los tejados y los chorros de la fuente de la plaza.

La madre de Manuel, debido a la pobreza que reinaba en el hogar y ante la ausencia de abrigo y de guantes para él, había tenido la precaución de poner dos pequeñas piedras redondas al amor de la lumbre para que se calentaran y las tenía ya envueltas en papel de periódico, con el fin de llevarlas guardadas en los bolsillos del pantalón de pana –confeccionado a partir de un traje de su padre, igual que la chaqueta– y así conservar las desnudas manos lo más calientes posible durante el trayecto hasta el colegio.

Manuel tendría por aquel entonces los mismos años que yo, unos doce, aproximadamente. Era un chico bastante alto y para su corta edad algo más serio de lo habitual, pero muy inteligente, buen estudiante y muy trabajador. Por las tardes, nada más terminar de hacer los deberes escolares, en lugar de salir a la calle a jugar como hacían los demás chiquillos, él ayudaba a su padre en las tareas del campo. De ahí, ese color moreno que siempre lucía en el rostro y las manos.

Hacía un mes y veinte días que habíamos comenzado nuestro segundo curso de bachillerato y ya, aparte de ser mi inseparable compañero de pupitre, éramos fenomenales amigos. En los recreos, siempre andábamos juntos, jugando con los demás compañeros, sobre todo al fútbol, con una miserable pelota de goma verde del tamaño de una bola de billar, cuándo alguien la traía o de papeles arrugados, fuertemente prensados y convenientemente atados como la mayoría de las veces, pero casi nunca con un balón.

Todas las mañanas, lo primero que hacíamos al llegar al colegio los casi 300 alumnos de Bachillerato Elemental, era formar en el patio del colegio y allí, a pies firmes, se nos hacía cantar el “Cara al Sol”, himno falangista, de origen paramilitar, del que nunca Manuel consiguió aprenderse la letra. Aún, hoy, en muchas ocasiones, me pregunto por qué jamás lo logró, a pesar de haberlo oído, incluso tarareado, cientos y cientos de veces..

Aquella mañana, helados de frío, todos los alumnos ansiábamos entrar a las aulas. En cada una de éstas se hallaba, estratégicamente ubicada al lado de la mesa del profesor, una estufa de hierro fundido y de enorme chimenea oxidada y algo abollada que salía al exterior por un cilíndrico agujero practicado a tal efecto en los cristales. Estas estufas, a todas luces insuficientes para caldear aulas de 45 o 50 alumnos, apenas se encendían debido al carácter usurero del dueño y director del colegio, y a que era más el humo que producían hasta que se encendía la leña que las alimentaba, que el calor que proporcionaban. A pesar de ello, cobraban a nuestros padres una cantidad adicional a la cuantía mensual, que ya, por sí misma, era bastante elevada para familias como las de Manuel.

Ese día el director, al cálido abrigo de las ventanas del corredor superior que rodeaba el patio, abrió una hoja de una de ellas y se extendió más de lo debido comentándonos quién fue José Antonio Primo de Rivera y sus hazañas en la lucha contra los rojos. Precisamente, el intenso frío nos llevó a algunos a intentar burlar la vigilancia de los profesores, quienes, tras el vaho de los cristales de las ventanas del corredor superior, se encargaban de vigilar el cotidiano canto del himno, y  sin poder evitarlo algunos se dedicaban a patear sigilosamente sobre la nieve, para intentar calentar con el ejercicio los congelados pies y templar un poco las doloridas orejas poniendo nuestras manos sobre ellas en forma de cuenco.

Tras el obligado canto del himno el director del colegio en lugar de decirnos como solía hacer siempre que comenzáramos a subir por filas a nuestras respectivas aulas, con voz solemne se dirigió a nosotros para decirnos:

–Desde aquí, desde esta privilegiada atalaya en la que me encuentro, he visto a diez u once malos españoles, diez u once de ustedes que se han movido en la formación. Y precisamente lo han hecho hoy, justo cuando celebramos el aniversario del ignominioso asesinato por las hordas rojas de un héroe nacional. ¡Un héroe que prefirió entregar su vida antes que vender su patria al enemigo! ¡Un héroe que entregó su vida sin que una sola queja saliera de su boca! Un héroe, en fin, al que todos deberíais intentar emular y que se llamaba José Antonio Primo de Rivera. Por tal motivo, considero esa actitud antipatriótica como un acto de rebeldía y de falta de respeto a la memoria del fundador de la Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S.

–Yo sé quiénes han sido esos malos patriotas, pero en lugar de decir los nombres yo para que vayan saliendo de la formación, prefiero que aquellos de sutedes que se han movido durante el canto del himno sean lo suficientemente valientes y salgan dando un paso lateral a la derecha. Mas deben ustedes saber que si actúan como unos cobardes y no salen de forma voluntaria de la formación, todos ustedes se quedarán en el patio, en formación y en silencio, hasta que los compañeros los denuncien o hasta que yo lo considerara oportuno. En este último caso iré sacando a uno de cada diez de ustedes y ellos serán los que paguen por los verdedros culpables de ser malos patriotas.

El silencio era sepulcral, y transcurrieron aproximadamente diez minutos sin que nadie saliera, a pesar de las disimuladas miradas que nos lanzábamos unos a otros. El frío nos hacía castañetear los dientes, el cuerpo tiritaba involuntariamente como si se encontrara en un estado de suma excitación nerviosa, los pies estaban casi encharcados y prácticamente congelados y las orejas la nariz y los ojos eran un puro dolor.

De pronto, Manuel me dijo en voz baja agachando la cabeza:

– No aguanto más esta situación, voy a salir.

Sin darme tiempo a responderle, levantó su brazo y salió de la formación dando un paso a la derecha, pero inmediatamente comenzó a andar hacia la cabeza de la formación.

No sé qué extraño acto de solidaridad me hizo salir con él. Yo no me había movido durante el canto del himno; ni había visto a nadie moverse; ni tenía nada que decir; pero estúpidamente di ese terrible paso lateral a la derecha, salí y le seguí hasta ponernos delante de todos. Aún, hoy, cuando lo recuerdo, una sonrisa distiende mis labios pensando qué hubiera podido decirle al director si me hubiera preguntado a mi primero.

Pero el director, tal vez porque el levantó el brazo o fue el que salió primero, dirigiéndose a Manuel con voz potente que restalló como un latigazo en el silencio del enorme patio preguntó:

– Dígame, Manuel, ¿ha sido usted uno de los que se ha movido?

–¡No! Señor director, yo no me he movido.

– Entonces, ¿puede explicarme de forma clara por qué ha salido usted de la formación?

– Señor director, ciertas actitudes no me parecen lógicas, por lo que, si usted me da su permiso, quisiera efectuar una denuncia.

Inmediatamente, una sonrisa se dibujó en el rostro del director y puso a Manuel como ejemplo. Nos dijo que era un buen estudiante, que todos debíamos tomar ejemplo de él y que, a pesar de que no le gustaban los chivatos, comprendía su gesto, ya que a él le constaba que sus padres hacían muchos sacrificios para pagarle sus estudios y otro sin fin de cosas similares. Cuando acabó de alabarle, le dijo que efectuara su denuncia.

Manuel, ante la mirada airada de algunos compañeros y comprensiva de otros que ansiaban entrar al tímido calor de las aulas, con voz segura dijo:

– Señor director, todo lo que usted ha dicho sobre el sacrificio de mis padres es cierto y me alegro de que usted lo entienda, por ello quiero denunciar el abuso al que estamos siendo sometidos esta mañana tanto por parte de usted señor director como de todos los demás profesores, pues como usted nos ha dicho, nuestros padres se sacrifican para pagarles todos los meses con la intención de que los profesores nos enseñen las materias de las que luego nos tendremos que examinar y no para que se nos haga morir de frío.

La sonrisa del director se heló en su rostro y pasó a ser una mueca de incredulidad, su cara se congestionó y los ojos parecían querer salírsele de las órbitas.

Mi corazón empezó a latir de forma acelerada, como si quisiera salírseme del cuerpo. En fracciones de segundo pensé: De ésta te expulsan para siempre del Colegio. Por un lado me sentía orgulloso de la respuesta de Manuel, pero por otro, mi cuerpo parecía un flan y no creo que en esta ocasión tuviera nada que ver con el frío. Sentí ganas de regresar a mi sitio, pero las piernas no me respondían y me quedé allí, de pie. El silencio era sepulcral.

El director clavó su airada mirada en mi y con voz potente me dijo:

– ¿A qué viene esa estúpida sonrisa? ¡imbécil!. Ese fue el momento en que yo tuve conciencia de que la respuesta de Manuel me había hecho sonreír.

Inmediatamente giró la cabeza y clavó su mirada en Manuel y le dijo:

– Me ha quedado claro Manuel que es usted un "rojo", un enemigo de la patria y un maleducado, cosa que no me extraña porque ¿qué se puede esperar con unos padres como los suyos?. Su actitud corresponde a la del hijo de un rojo que aún debería estar en la cárcel. Claro que con un padre como el que usted tiene puedo cailificar su actitud como normal, porque ya lo dice el refrán: “de tal palo tal astilla”. Así que, desde este mismo momento, queda usted expulsado del colegio y dígale a su padre que si tiene el valor suficiente, venga a hablar conmigo cara a cara, que ya me encargaré yo de explicarle muy claramente por qué me he visto obligado a expulsarle.

Manuel, tras decirle con voz serena que la decisión que había tomado le parecía una injusticia, introdujo sus manos en los bolsillos del pantalón donde las piedras ya se habían enfriado. Las asió y apretó fuertemente, levantó la cabeza orgullosamente y comenzó a salir del patio sin volver la vista hacia atrás. Yo, sin saber por qué lo hice, comencé a seguirle.

Al llegar a la puerta que daba a la calle, que siempre permanecía cerrada con llave, vimos que, inmediatamente detrás de nosotros, en perfecta fila india, igual que nos trasladábamos a las clases, iban todos los demás alumnos.

Manuel, ni se inmutó, pero a mi me dio una alegría enorme. No creo que el director se atreva a expulsarnos a todos -pensé-.

Y así fue. Este primer acto de rebeldía ante semejante injusticia y arbitrariedad –luego Manuel tendría varios más a lo largo de su vida– hizo dar marcha atrás al director, quien bajó hasta la puerta y poniéndose al frente de todos, desde allí, con la voz aún airada, dijo:

– Está bien, dado el día que es hoy, por ser la primera vez que ocurre algo semejante y para demostrarles a ustedes la magnanimidad de la que hizo gala José Antonio Primo de Rivera a lo largo de toda su vida, declararé una amnistía y olvidaré esta actitud antiespañola y daré el asunto por concluido. Así que, ya pueden ustedes comenzar a dar media vuelta e iniciar la subida ordeanda y en silencio a las clases, pero quiero que quede muy claro, que no toleraré más actos de insubordinación como el ocurrido en el día de hoy.

A partir de aquel día, misteriosamente, las estufas se encendieron a diario durante todo el invierno, lo que agradecimos todos, pero aquel fue el último año que Manuel y yo cursamos nuestros estudios en ese colegio, a pesar de haber sacado unas excelentes notas finales en todas las asignaturas, menos en Formación del Espíritu Nacional y en Religión, que aprobamos con un cinco pelado.

Siempre recordaré con cariño ese día y en la actualidad, cuando me hallo a solas con Manuel, algunas veces acude a mi mente aquel acto de inocente rebeldía y una cálida sonrisa distiende lentamente mis labios.

© Antonio Urdiales Camacho ~ ® Noviembre 2001

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya que soy torpe con estas cosas, ya es el segundo o tercer comentario que le escribo pero usted es muy listo eh!!. Me obligan a dejar una cuenta de correo, bueno da igual.
ME ha gustado mucho , de hecho espero que lo lea una de mis mejores amigas porque esa parte de nuestra historia , le gusta mucho.
Ciertamente le prefiero en la prosa, que en la poesia, a diferencia del resto de sus fans , imagino. Yo es por llevar la contraria y sí, protestaré después de muerta.
Un saludo, anónima divertida

Anónimo dijo...

Ay, mi querida anónima divertida, se me queja usted por todo, ¡compadezco a su esposo! si es usted con él igual que conmigo. ¡Es broma!

Gracias de todas formas por el comentario y espero que a esa amiga suya también le guste. Bueno, hay gustos para todo y como yo siempre digo, lo importante es lo que se transmite no la forma en que se hace. O sea, lo importante es el perfume, no el envase que lo contiene.

Un abrazo.

Antonio

Pomer dijo...

Después de 51 años conociendote, no conocía la historia de Manuel, y ha sido gratificante leerla,entre otras cosas, porque me recuerda bastante a la primera huelga, que hicimos en el Instituto Padre Juan de Mariana, unos años después por la calefación.

ZINA, . dijo...

Olá Antonio, seja bem vindo no meu cantinho,obrigada por me fazer companhia. Já te sigo também.
Beijo no coração!

María Isabel Gómez Castillo dijo...

Lindo relato, y bella foto.
Un abrazo.
Isabel

Necia dijo...

interesante relato. hasta ganas dan de conocer al tal manuel (si es que en verdad existe)

gracias por pasar por mi blog