Hacía tiempo ya que no paseaba por la alameda cuando impelidos por un deseo irresistible, mis pasos, lentamente, se han dirigido hasta un viejo álamo. He acariciado su tronco y allí, aunque algo deformado por el paso del tiempo, permanecía un corazón grabado junto a una fecha y dos iniciales. He cerrado los ojos, y la memoria, juguetona, me ha abierto una ventana por donde se ha colado la nostalgia que, traviesa, me ha hecho regresar los pasos por los suburbios del pasado hasta encontrar trabada entre los dedos del tiempo tu sonrisa.
Todo debió ocurrir en el sereno anochecer de un sábado cualquiera, de aquel caluroso verano de 1965, tras el obligado baño con los amigos en el remanso que el río formaba en los arenales y la inevitable tertulia sobre la realidad que nos rodeaba.
Por aquel entonces la televisión había comenzado a emitir imágenes de lo terriblemente brutal que era la guerra de Vietnam. Los Estados Unidos no contentos con la guerra fría a la que habían abocado al mundo, calentaban la guerra particular que habían emprendido contra el comunismo y sus B-52 sembraban Vietnam de bombas de Napalm y de millones de litros de defoliantes como el conocido Agente Naranja, cuyos efectos superaban con mucho todo lo visto anteriormente en películas.
Y en España los jóvenes, que afortunadamente no habíamos conocido guerra alguna, ni siquiera la sangrienta guerra civil de nuestros padres (salvo por la obligada versión oficial con la que se nos bombardeaba la conciencia continuamente y alguna que otra confesión arrancada al miedo en el ambiente más íntimo y familiar y que era totalmente contraria a la oficialista), tras visualizar la terribles imágenes que nos llegaban, soñábamos con hacer posible lo imposible, desnudar de su halo de inalcanzable a la utopía y comenzábamos a ser conscientes de lo incongruente, sangrienta, destructiva y brutal que es una guerra.
Pero por aquel entonces teníamos prácticamente recién estrenada nuestra adolescencia y nuestras hormonas andaban aún más revueltas que Vietnam, con lo que, aparte de un tímido inicio de compromiso social y de un todavía incipiente pacifismo, el meridiano de nuestra inquietud más inmediata no pasaba por Vietnam, que nos quedaba demasiado lejos, sino que puedo afirmar sin temor a equivocarme que nuestro presente más cercano, tal vez como un intento por afirmar nuestro propio yo o tal vez debido al puritanismo religioso que imponía el todopoderoso clero en el régimen fascista que padecíamos, se resumía en la búsqueda de nuevas experiencias personales, con lo que caminábamos más por los agradables senderos de las relaciones amistosas, amorosas y sexuales, que por los de una auténtica revolución social, lo que afortunadamente acontecería tres años más tarde.
Así que nuestra mochila iba repleta de fantasía por desvelar lo prohibido con un agujero por donde se nos colaban los amores platónicos y un altar donde ponerle velas a Venus y despertar al placer del pecado entre la suavidad de unos pechos y unos muslos femeninos.
Y así ocurrió aquella tarde cuando el destino, en forma de Cupido juguetón, repartió las cartas y a mí me tocó la reina de corazones.
El sol, vencido por el avance del ocaso, perfectamente enmarcado al final del camino se desangraba por el horizonte, cuando todavía algo húmedos, pero pletóricos y alegres, regresábamos del río. Íbamos todos los amigos en grupo, pero no logro recordar si lo que ocurrió poco después fue de una forma consciente o si por el contrario fue totalmente inconsciente.
La brisa cálida del atardecer jugaba a buscar acomodo entre tus lacios y todavía algo húmedos cabellos, mientras nuestras manos, como atraídas por ocultos imanes, se iban rozando mientras caminábamos por el paseo de la alameda y su algarabía de pájaros. Nos habíamos conocido el día anterior y charlábamos de algo que no recuerdo, pero que posiblemente hiciera que poco a poco nuestros pasos se fueran acortando hasta quedarnos algo rezagados de los demás, y nuestras miradas se fueran buscando. Cómo brillaba el malva de tus ojos en esa típica hora en que la luz comienza a derramarse a dos colores. Casi sin darnos cuenta nos habíamos detenido junto a uno de los álamos y allí, con tu espalda apoyada en el tronco del árbol (el mismo árbol donde días después grabé un corazón, dos iniciales y una fecha) mis brazos te atrajeron y nos fundimos en un cálido beso.
Los corazones galopaban como queriendo escaparse del pecho y un rubor que competía en hermosura con el imponente ocaso acudió a tus mejillas y creo que en ese instante te amé.
Una hora después, a la luz mortecina de un par de velas que los amigos habíamos situado estratégicamente al lado del tocadiscos con el pretexto de poder ver a la hora de seleccionar las canciones y pincharlas sin rayar los vinilos, pero con la idea real de que alumbraran lo menos posible el resto de la habitación, nuestros sueños se abrazaban mientras danzaban, sin moverse apenas del límite de una baldosa, I’ve been loving you too long, que la voz profundamente dolorida y rota de Otis Redding mecía dulcemente.
Mis manos, inquietas, dibujaban mariposas sobre tu espalda, y las tuyas jugaban con mis cabellos, en la nuca, a fabricarse sortijas para tus suaves dedos. La respiración agitada excitaba los oídos y los labios iniciaban temblorosos el dulce amago de un beso en tu cuello. Borracho de tu aroma cálido de mujer el olfato excitaba los demás sentidos. Galopaban al unísono los corazones y tus enhiestos pezones se clavaban en mi pecho. Los sexos se buscaban intentando traspasar la barrera de la ropa. Nuestra timidez adolescente hacía que escondiéramos furtivamente la mirada hasta que, por un breve instante, el sonido se detuvo anunciándonos el final de la canción. Pretendían las caricias prolongar el tiempo y el silencio extendía sus notas espesas, rotas apenas por el tenue clic de la aguja sobre el vinilo y el ronroneo de su retorno a la posición de reposo, por el roce de las manos sobre los cuerpos y los leves arrullos de las respiraciones nasales agitadas, mientras que en nuestro labio a labio del cálido y húmedo beso, las lenguas jugaban a explorarse mutuamente.
Irremediablemente, ocurrió lo inevitable. Alguien puso otro vinilo en el tocadiscos y Enrique Guzmán con los Teen Tops comenzó a desgranar, a ritmo de twist, su Popotitos, rompiendo el dulce encanto del momento. Tú intentabas disimular tu sonrojo y aparecer indiferente a lo ocurrido hurtando tu mirada a mi mirada, mientras yo me esforzaba en recomponer mi compostura. ¡Ah! Cómo añoro aquellos tiempos, donde la recién estrenada sexualidad adolescente comenzaba su andadura por las veredas del erotismo, camuflándose de danza, en aquellos traviesos guateques…
Días después, la vida bifurcó nuestros caminos poniendo distancia entre nuestros latidos que se fueron apagando poco a poco hasta sucumbir en el silencio y supongo que las hormonas como la aguja del tocadiscos harían un click y cambiarían de canción. Durante algún tiempo la vida continuó siendo un eterno guateque y mis brazos rodearon otras cinturas, pero a mí, igual que al árbol de nuestro beso, me quedará siempre tu recuerdo.
Una algarabía de pájaros me anuncia que se agota la tarde y, apenas a unos metros de mí, una pareja de jóvenes adolescentes se ha detenido y se han fundido en un tierno beso. La vida sigue.
© Antonio Urdiales ~ Marzo 2009
Todo debió ocurrir en el sereno anochecer de un sábado cualquiera, de aquel caluroso verano de 1965, tras el obligado baño con los amigos en el remanso que el río formaba en los arenales y la inevitable tertulia sobre la realidad que nos rodeaba.
Por aquel entonces la televisión había comenzado a emitir imágenes de lo terriblemente brutal que era la guerra de Vietnam. Los Estados Unidos no contentos con la guerra fría a la que habían abocado al mundo, calentaban la guerra particular que habían emprendido contra el comunismo y sus B-52 sembraban Vietnam de bombas de Napalm y de millones de litros de defoliantes como el conocido Agente Naranja, cuyos efectos superaban con mucho todo lo visto anteriormente en películas.
Y en España los jóvenes, que afortunadamente no habíamos conocido guerra alguna, ni siquiera la sangrienta guerra civil de nuestros padres (salvo por la obligada versión oficial con la que se nos bombardeaba la conciencia continuamente y alguna que otra confesión arrancada al miedo en el ambiente más íntimo y familiar y que era totalmente contraria a la oficialista), tras visualizar la terribles imágenes que nos llegaban, soñábamos con hacer posible lo imposible, desnudar de su halo de inalcanzable a la utopía y comenzábamos a ser conscientes de lo incongruente, sangrienta, destructiva y brutal que es una guerra.
Pero por aquel entonces teníamos prácticamente recién estrenada nuestra adolescencia y nuestras hormonas andaban aún más revueltas que Vietnam, con lo que, aparte de un tímido inicio de compromiso social y de un todavía incipiente pacifismo, el meridiano de nuestra inquietud más inmediata no pasaba por Vietnam, que nos quedaba demasiado lejos, sino que puedo afirmar sin temor a equivocarme que nuestro presente más cercano, tal vez como un intento por afirmar nuestro propio yo o tal vez debido al puritanismo religioso que imponía el todopoderoso clero en el régimen fascista que padecíamos, se resumía en la búsqueda de nuevas experiencias personales, con lo que caminábamos más por los agradables senderos de las relaciones amistosas, amorosas y sexuales, que por los de una auténtica revolución social, lo que afortunadamente acontecería tres años más tarde.
Así que nuestra mochila iba repleta de fantasía por desvelar lo prohibido con un agujero por donde se nos colaban los amores platónicos y un altar donde ponerle velas a Venus y despertar al placer del pecado entre la suavidad de unos pechos y unos muslos femeninos.
Y así ocurrió aquella tarde cuando el destino, en forma de Cupido juguetón, repartió las cartas y a mí me tocó la reina de corazones.
El sol, vencido por el avance del ocaso, perfectamente enmarcado al final del camino se desangraba por el horizonte, cuando todavía algo húmedos, pero pletóricos y alegres, regresábamos del río. Íbamos todos los amigos en grupo, pero no logro recordar si lo que ocurrió poco después fue de una forma consciente o si por el contrario fue totalmente inconsciente.
La brisa cálida del atardecer jugaba a buscar acomodo entre tus lacios y todavía algo húmedos cabellos, mientras nuestras manos, como atraídas por ocultos imanes, se iban rozando mientras caminábamos por el paseo de la alameda y su algarabía de pájaros. Nos habíamos conocido el día anterior y charlábamos de algo que no recuerdo, pero que posiblemente hiciera que poco a poco nuestros pasos se fueran acortando hasta quedarnos algo rezagados de los demás, y nuestras miradas se fueran buscando. Cómo brillaba el malva de tus ojos en esa típica hora en que la luz comienza a derramarse a dos colores. Casi sin darnos cuenta nos habíamos detenido junto a uno de los álamos y allí, con tu espalda apoyada en el tronco del árbol (el mismo árbol donde días después grabé un corazón, dos iniciales y una fecha) mis brazos te atrajeron y nos fundimos en un cálido beso.
Los corazones galopaban como queriendo escaparse del pecho y un rubor que competía en hermosura con el imponente ocaso acudió a tus mejillas y creo que en ese instante te amé.
Una hora después, a la luz mortecina de un par de velas que los amigos habíamos situado estratégicamente al lado del tocadiscos con el pretexto de poder ver a la hora de seleccionar las canciones y pincharlas sin rayar los vinilos, pero con la idea real de que alumbraran lo menos posible el resto de la habitación, nuestros sueños se abrazaban mientras danzaban, sin moverse apenas del límite de una baldosa, I’ve been loving you too long, que la voz profundamente dolorida y rota de Otis Redding mecía dulcemente.
Mis manos, inquietas, dibujaban mariposas sobre tu espalda, y las tuyas jugaban con mis cabellos, en la nuca, a fabricarse sortijas para tus suaves dedos. La respiración agitada excitaba los oídos y los labios iniciaban temblorosos el dulce amago de un beso en tu cuello. Borracho de tu aroma cálido de mujer el olfato excitaba los demás sentidos. Galopaban al unísono los corazones y tus enhiestos pezones se clavaban en mi pecho. Los sexos se buscaban intentando traspasar la barrera de la ropa. Nuestra timidez adolescente hacía que escondiéramos furtivamente la mirada hasta que, por un breve instante, el sonido se detuvo anunciándonos el final de la canción. Pretendían las caricias prolongar el tiempo y el silencio extendía sus notas espesas, rotas apenas por el tenue clic de la aguja sobre el vinilo y el ronroneo de su retorno a la posición de reposo, por el roce de las manos sobre los cuerpos y los leves arrullos de las respiraciones nasales agitadas, mientras que en nuestro labio a labio del cálido y húmedo beso, las lenguas jugaban a explorarse mutuamente.
Irremediablemente, ocurrió lo inevitable. Alguien puso otro vinilo en el tocadiscos y Enrique Guzmán con los Teen Tops comenzó a desgranar, a ritmo de twist, su Popotitos, rompiendo el dulce encanto del momento. Tú intentabas disimular tu sonrojo y aparecer indiferente a lo ocurrido hurtando tu mirada a mi mirada, mientras yo me esforzaba en recomponer mi compostura. ¡Ah! Cómo añoro aquellos tiempos, donde la recién estrenada sexualidad adolescente comenzaba su andadura por las veredas del erotismo, camuflándose de danza, en aquellos traviesos guateques…
Días después, la vida bifurcó nuestros caminos poniendo distancia entre nuestros latidos que se fueron apagando poco a poco hasta sucumbir en el silencio y supongo que las hormonas como la aguja del tocadiscos harían un click y cambiarían de canción. Durante algún tiempo la vida continuó siendo un eterno guateque y mis brazos rodearon otras cinturas, pero a mí, igual que al árbol de nuestro beso, me quedará siempre tu recuerdo.
Una algarabía de pájaros me anuncia que se agota la tarde y, apenas a unos metros de mí, una pareja de jóvenes adolescentes se ha detenido y se han fundido en un tierno beso. La vida sigue.
© Antonio Urdiales ~ Marzo 2009